-Que se vaya la luz.
Y la luz se fue.
Puede que siempre hubiera querido irse. Le di un beso antes de que se fuera.
Uno pequeñito, un beso de estrella atrapado en las paredes de una botella de
vino donde vive un genio borracho. Un pequeño duende de orejas afiladas que
siempre le echa la culpa al alcohol, al delirium tremens que su propia
existencia le obliga a soportar.
-Que se cierren las ventanas.
Y todas y cada una de las hojas de papel que volaban por el
cuarto cayeron muertas al suelo al dejar de correr la brisa, como un otoño de
apuntes mojados con la lluvia azul del boli, una primavera escondida en
bibliotecas y libros. Dejaron de agitar sus páginas los ordenadores e
hibernaron al comienzo del verano, como osos desubicados.
-Que callen todos.
Y una a una las bocas se fueron cosiendo con hilos de seda
roja. Los dientes se abrazaron en camas de marfil, con los colmillos enfundados
en cálido cuero. Las lenguas notaban el crujir aterciopelado del paladar y se
veían envueltas en bailes salvajes con la saliva. El único sabor que fue
invitado al baile fue el que llevamos escrito dentro cada uno de nosotros y que
a veces encaja con el que ofrecemos hacia afuera, cuando las sonrisas son
reflejo del alma.
-Que empiece la música.
Y la mesa inició un lento compás aletargado, denso y pesado
como los objetos que soportaba, tambores de madera. La alfombra dejó deslizar
las notas como acordes de pelos sintéticos y agudos calcetines, la cama susurró
el coro de las sábanas contra el bajo de la almohada.
-Y ahora, hazme el amor.
Y comenzamos a rodar en el infinito.