jueves, 31 de mayo de 2018

Paranoias


-¿Qué haces?

-Qué dices.

La noche nos envuelve como un edredón ligero con olor a mar. Las olas rompen a lo lejos y sólo puede intuirse la estela de espuma que dejan atrás como un sobre abierto. Desde lo alto de los acantilados molestamos a las estrellas con el tilintar de nuestros cigarrillos. A lo lejos un perro ladra, a lo lejos. Ana vive debajo de un jersey negro. Yo respiro con los cuellos de mi cazadora levantados. La hierba nos hace de colchón en esas horas en las que ninguno de nosotros quiere dormir, seres de humo e insomnio. El viento no quiere soplar, y viene a morir en las cumbres de nuestro pelo.

-Eso no tiene sentido.

-Ya, y hoy en día ¿Qué lo tiene? Nada. Realmente lo único que haces es flotar, ¿te das cuenta? Simplemente estamos ahí dejándonos llevar por la marea del tiempo.

- Qué profundo.

-Lo sé.

-No te pega ser así.

-Y ¿cómo me pega ser?

-No lo sé. Así no. No suenas de esa forma. Cuando hablas me refiero, tu voz no está hecha para odiarlo todo.

-Es la primera vez que oigo decir que las voces están hechas para algo.

-Pues es así.

Ana deja caer la colilla entre las briznas de hierba, como una luciérnaga que vuelve a casa de madrugada roja como el vino en sus tripas. Pero ya no es hierba sino asfalto donde muere la colilla. La tierra densa que sujetaba las briznas teñidas de negro por la noche se transforma en puro cemento agrietado por las infinitas horas pasadas bajo los golpes del sol. Ana pestañea bajo sus gafas de sol. Su camiseta blanca reza abrazando su pecho y le deja los brazos al descubierto para que los muerda el sol. Son blancos como la tiza. Igual que las rayas sobre las carreteras. En este parque de granito el sol es lo único que parece vivo.

-La voz es el ruido que hace el alma cuando despierta.

-Y ¿qué significa eso?

-Que sólo estamos vivos de verdad cuando hablamos, en silencio no somos más que cascarones de carne.

- ¿Y cuando pensamos?

- Entonces es cuando morimos.

-Porqué has dicho eso.

-No lo sé.

Ana limpia sus zapatillas con un gesto despreocupado. Sentada en el banco con las piernas cruzadas mira alrededor atenta, girando la cabeza a un lado y al otro. Parece esperar a alguien, pero no va a venir nadie. Solos ella y yo esperamos en el parque de cemento gris a que el sol termine de quemarlo. A nuestro alrededor la vida parece seguir a ritmo de coches encendidos y ventanas abiertas. Bicis, perros, alguna gaviota, muchos paraguas. Porque afuera del bar está lloviendo, como si cayeran del cielo cristales de agua que reflejan la luz de las farolas. En la puerta del bar un toldo guarda nuestro humo y nos protege de sus impactos. Nubes de algodón gris empujan contra la tela empapada queriendo salir a la noche, nacidas en el seno de nuestros pulmones quieren ser libres. Ana sigue apoyada con un codo en el barril de madera que hace de mesa para nuestros botellines. No está borracha pero le gustaría estarlo, por eso lo del ceño fruncido.

-¿Cuál es el objetivo?

-¿De qué?

-De todo. De todos. Para qué hacemos lo que hacemos.

-Dicen que todo lo que hacemos es siempre en nuestro propio beneficio.

-Eso creo yo también, a veces. Pero no creo que sea así. No porque no seamos egoístas, eso está claro. Más bien por el cansancio de estar siempre conscientes de buscar, ¿sabes? Eternamente decidiendo qué es lo que mejor nos viene. Yo creo que por pereza no lo hacemos. Simplemente nos dejamos arrastrar y aleteamos de vez en cuando para cambiar un poco el rumbo.

-También existe esa posibilidad.

Ahora Ana se abrocha la chaqueta de cuero negro y cruza sus brazos apoyándose contra la pared. Ya no le apetece fumar. Me encojo de hombros y retomo el beso de los botellines y los filtros. Ana piensa demasiado, mientras la lluvia golpea contra el asfalto gris de la ciudad y los coches levantan olas de los charcos para mojar el suelo una vez más, viandantes corren a protegerse de algo que nunca les haría daño, y se oyen pasos. Pasos detrás de la puerta. Se abre con el ruido de sentirse incómoda en sus gozones y Ana entra en la habitación. Dejo a un lado el libro que estaba leyendo y le hago un sitio en la cama. Ana se tumba boca arriba y procede a sacar un cigarrillo del bolso. Dentro no se fuma. Ana lo sabe y no se lo enciende. Ni siquiera se quita su abrigo marrón antes de hablar.

-Hasta cuándo hay que seguir.

-¿Que?

-Que ¿en qué momento se acaba? Todo me refiero. ¿Cuándo para y dices ‘’no quiero seguir más’’? ¿Hay alguna fecha determinada en la que ya puedes hacerlo? ¿O tengo que pedir algún tipo de permiso? No entiendo está carrera, este camino constante y sin final que solo va en una dirección. ¿Por qué tengo que andar? Si yo no quiero. No quiero hacerlo. Quiero apartarme de una maldita vez y decir que ha sido suficiente. Y dejar de correr e irme a casa.

Ana suspira.

-Estoy cansada de que me hagan moverme. Porque no pueden ver que yo sólo quiero descansar a un lado del camino.

Se gira y pasa un rato así, con los ojos cerrados y tumbada de lado sobre el colchón rozando con la punta de la nariz las sábanas azules. Ana nunca fue de las que salen a correr, a Ana le gusta su sofá. Sus piernas fluyen por las mías mientras vemos la peli. El sofá es marrón y viejo, como a nosotros nos gusta. Suave por el uso. Entero por el cariño. Ana no presta atención a la película que parpadea en el televisor. Está dormida con su cabeza apoyada en un cojín y las manos aferrando mis fríos dedos como un amuleto contra las pesadillas. Ana está demasiado cansada para preocuparse de los ficticios problemas inventados por gente de mentira que con sus mentiras crean esa historia de ficción en la que viven. ¿Sabrán ellos acaso de la falsedad de su existencia? Ana se revuelve en su sueño y me despierta. Se incorpora en la cama y se levanta con gesto perezoso. Las vértebras resaltan con la luz de las farolas que se cuela por la ventana, y puedo seguir el trazo de su espalda con la vista, hasta que se pierde en su cadera. Desnuda se enciende un cigarro. Sin levantarse de la cama, con el cenicero en su regazo y la espalda encorvada. Ana no duerme bien. Ana no descansa y sigue caminando por la acera como si no pasara nada, como si le costara sentarse en la biblioteca hace un gesto de dolor antes de sacar los apuntes del bolso, está agotada. De todo. De nada. De seguir andando sin poder detenerse a coger aire. Y cierra los ojos en el asiento del copiloto mientras suena su canción favorita y los semáforos hacen juegos de sobras tras sus párpados. Y yo conduzco evitando los baches de la carretera para que su sueño sea más profundo.

-¿A dónde vamos?

-No lo sé.

-Entonces, ¿Por qué seguimos moviéndonos?

- Porque no sabemos estar quietos.

-Tal vez no podamos.

-Siempre se puede elegir.

Y Ana termina de cerrar los ojos.

azul como el mar

Beber con Disney. Crecer huyendo del lobo de tu cuarto por el palacio con suelos de mármol binario, uno negro uno blanco, uno entero uno en ...