-¿Qué haces?
-Qué dices.
La noche nos envuelve como un edredón ligero con olor a mar.
Las olas rompen a lo lejos y sólo puede intuirse la estela de espuma que dejan
atrás como un sobre abierto. Desde lo alto de los acantilados molestamos a las
estrellas con el tilintar de nuestros cigarrillos. A lo lejos un perro ladra, a
lo lejos. Ana vive debajo de un jersey negro. Yo respiro con los cuellos de mi
cazadora levantados. La hierba nos hace de colchón en esas horas en las que
ninguno de nosotros quiere dormir, seres de humo e insomnio. El viento no
quiere soplar, y viene a morir en las cumbres de nuestro pelo.
-Eso no tiene sentido.
-Ya, y hoy en día ¿Qué lo tiene? Nada. Realmente lo único
que haces es flotar, ¿te das cuenta? Simplemente estamos ahí dejándonos llevar
por la marea del tiempo.
- Qué profundo.
-Lo sé.
-No te pega ser así.
-Y ¿cómo me pega ser?
-No lo sé. Así no. No suenas de esa forma. Cuando hablas me
refiero, tu voz no está hecha para odiarlo todo.
-Es la primera vez que oigo decir que las voces están hechas
para algo.
-Pues es así.
Ana deja caer la colilla entre las briznas de hierba, como
una luciérnaga que vuelve a casa de madrugada roja como el vino en sus tripas.
Pero ya no es hierba sino asfalto donde muere la colilla. La tierra densa que
sujetaba las briznas teñidas de negro por la noche se transforma en puro
cemento agrietado por las infinitas horas pasadas bajo los golpes del sol. Ana
pestañea bajo sus gafas de sol. Su camiseta blanca reza abrazando su pecho y le
deja los brazos al descubierto para que los muerda el sol. Son blancos como la
tiza. Igual que las rayas sobre las carreteras. En este parque de granito el
sol es lo único que parece vivo.
-La voz es el ruido que hace el alma cuando despierta.
-Y ¿qué significa eso?
-Que sólo estamos vivos de verdad cuando hablamos, en
silencio no somos más que cascarones de carne.
- ¿Y cuando pensamos?
- Entonces es cuando morimos.
-Porqué has dicho eso.
-No lo sé.
Ana limpia sus zapatillas con un gesto despreocupado.
Sentada en el banco con las piernas cruzadas mira alrededor atenta, girando la
cabeza a un lado y al otro. Parece esperar a alguien, pero no va a venir nadie.
Solos ella y yo esperamos en el parque de cemento gris a que el sol termine de
quemarlo. A nuestro alrededor la vida parece seguir a ritmo de coches
encendidos y ventanas abiertas. Bicis, perros, alguna gaviota, muchos paraguas.
Porque afuera del bar está lloviendo, como si cayeran del cielo cristales de
agua que reflejan la luz de las farolas. En la puerta del bar un toldo guarda
nuestro humo y nos protege de sus impactos. Nubes de algodón gris empujan
contra la tela empapada queriendo salir a la noche, nacidas en el seno de
nuestros pulmones quieren ser libres. Ana sigue apoyada con un codo en el
barril de madera que hace de mesa para nuestros botellines. No está borracha
pero le gustaría estarlo, por eso lo del ceño fruncido.
-¿Cuál es el objetivo?
-¿De qué?
-De todo. De todos. Para qué hacemos lo que hacemos.
-Dicen que todo lo que hacemos es siempre en nuestro propio
beneficio.
-Eso creo yo también, a veces. Pero no creo que sea así. No
porque no seamos egoístas, eso está claro. Más bien por el cansancio de estar
siempre conscientes de buscar, ¿sabes? Eternamente decidiendo qué es lo que
mejor nos viene. Yo creo que por pereza no lo hacemos. Simplemente nos dejamos
arrastrar y aleteamos de vez en cuando para cambiar un poco el rumbo.
-También existe esa posibilidad.
Ahora Ana se abrocha la chaqueta de cuero negro y cruza sus
brazos apoyándose contra la pared. Ya no le apetece fumar. Me encojo de hombros
y retomo el beso de los botellines y los filtros. Ana piensa demasiado,
mientras la lluvia golpea contra el asfalto gris de la ciudad y los coches
levantan olas de los charcos para mojar el suelo una vez más, viandantes corren
a protegerse de algo que nunca les haría daño, y se oyen pasos. Pasos detrás de
la puerta. Se abre con el ruido de sentirse incómoda en sus gozones y Ana entra
en la habitación. Dejo a un lado el libro que estaba leyendo y le hago un sitio
en la cama. Ana se tumba boca arriba y procede a sacar un cigarrillo del bolso.
Dentro no se fuma. Ana lo sabe y no se lo enciende. Ni siquiera se quita su
abrigo marrón antes de hablar.
-Hasta cuándo hay que seguir.
-¿Que?
-Que ¿en qué momento se acaba? Todo me refiero. ¿Cuándo para
y dices ‘’no quiero seguir más’’? ¿Hay alguna fecha determinada en la que ya
puedes hacerlo? ¿O tengo que pedir algún tipo de permiso? No entiendo está
carrera, este camino constante y sin final que solo va en una dirección. ¿Por
qué tengo que andar? Si yo no quiero. No quiero hacerlo. Quiero apartarme de
una maldita vez y decir que ha sido suficiente. Y dejar de correr e irme a
casa.
Ana suspira.
-Estoy cansada de que me hagan moverme. Porque no pueden ver
que yo sólo quiero descansar a un lado del camino.
Se gira y pasa un rato así, con los ojos cerrados y tumbada
de lado sobre el colchón rozando con la punta de la nariz las sábanas azules.
Ana nunca fue de las que salen a correr, a Ana le gusta su sofá. Sus piernas
fluyen por las mías mientras vemos la peli. El sofá es marrón y viejo, como a
nosotros nos gusta. Suave por el uso. Entero por el cariño. Ana no presta
atención a la película que parpadea en el televisor. Está dormida con su cabeza
apoyada en un cojín y las manos aferrando mis fríos dedos como un amuleto
contra las pesadillas. Ana está demasiado cansada para preocuparse de los
ficticios problemas inventados por gente de mentira que con sus mentiras crean
esa historia de ficción en la que viven. ¿Sabrán ellos acaso de la falsedad de
su existencia? Ana se revuelve en su sueño y me despierta. Se incorpora en la
cama y se levanta con gesto perezoso. Las vértebras resaltan con la luz de las
farolas que se cuela por la ventana, y puedo seguir el trazo de su espalda con
la vista, hasta que se pierde en su cadera. Desnuda se enciende un cigarro. Sin
levantarse de la cama, con el cenicero en su regazo y la espalda encorvada. Ana
no duerme bien. Ana no descansa y sigue caminando por la acera como si no
pasara nada, como si le costara sentarse en la biblioteca hace un gesto de
dolor antes de sacar los apuntes del bolso, está agotada. De todo. De nada. De
seguir andando sin poder detenerse a coger aire. Y cierra los ojos en el
asiento del copiloto mientras suena su canción favorita y los semáforos hacen
juegos de sobras tras sus párpados. Y yo conduzco evitando los baches de la
carretera para que su sueño sea más profundo.
-¿A dónde vamos?
-No lo sé.
-Entonces, ¿Por qué seguimos moviéndonos?
- Porque no sabemos estar quietos.
-Tal vez no podamos.
-Siempre se puede elegir.
Y Ana termina de cerrar los ojos.
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