domingo, 24 de diciembre de 2017

El árbol de Navidad


El árbol de Navidad.

El sonido del timbre atraviesa el denso olor a pavo de la cocina sin detenerse, y estalla cerca de la ventana abierta donde Teresa fuma. Gira la cabeza en dirección a la puerta y escupiendo el humo de la boca ahoga el cigarro en el cenicero lleno.

Caminando hacia la puerta se agacha un momento para comprobar que el pavo sigue dorándose en el horno a la velocidad adecuada. Pavo al horno con cebolla, el plato que cada Navidad se esfuerza en cocinar para mantener viva la tradición.

El timbre vuelve a sonar.

-¡Ya va!

Sale de la cocina y abre la puerta de su piso, aun con la manopla de cocinar enguantando su mano, y el olor del cigarrillo en su pelo. Lo primero en aparecer es la sonrisa de Jorge, y a medida que la hoja se desplaza el resto de su persona va formándose como un puzle de piezas muy bien abrigadas.

-Feliz Navidad.- Dice sin perder la sonrisa. Se dan un profundo abrazo en el portal, antes de que Teresa se haga a un lado para dejarle entrar.

-Veo que sigues fumando.

-Este año lo dejo.

- Como todos los años…- Jorge ríe.- He traído vino.

- Tráelo a la cocina.- Teresa grita desde allí, donde ya ha echado otro rápido vistazo al pollo y se ha encendido otro cigarro. El olor a tabaco llega hasta Jorge en el momento en que deja el vino sobre la encimera de madera.

- ¿Y qué tal te va todo, Tere?

- Bastante bien.- Teresa responde sin quitarse el cigarrillo de la boca, mientras ocupa sus manos haciéndose una coleta.- Conseguí un par de días de vacaciones extras en la oficina, el último artículo que hice fue todo un éxito.- Termina de ajustarse el coletero y se quita el cigarro de entre los labios con una sonrisa.- ¿Y tú que tal con tu chico nuevo?

- Nos va genial. Para mí que este es el definiti…-El timbre resuena otra vez por la cocina, y una exasperada Teresa vuelve a aplastar el pobre pitillo contra el rebosante cenicero.

- Será tu hermana…Oye pues el año que viene podrías traértelo, ¿no?

Teresa vuelve a abrir la puerta, y las ramas de plástico de un abeto se cuelan en el pequeño recibidor haciéndola retroceder de un salto. Los peludos tetáculos verdes prosiguen su avance sobre la alfombra, derribando de las paredes un par de cuadros.

La cara de Marta emerge de entre la maleza como una sonriente zarigüella.

-¡Mirad qué he traído!

Jorge aparece en el umbral de la puerta dela cocina con los ojos muy abiertos.

-Ay dios...ese no es…?



-¡Siii! ¿Os acordáis de él? Lo encontré ayer en el trastero de casa de papá, estaba buscando el taladro para colgar un cuadro en mi baño cuando lo vi en una esquina. ¿Os acordáis de lo bien que nos lo pasábamos correteando a su alrededor? Y encontrar cada mañana de navidad los regalos debajo…¡Era genia..!

-No quiero esa mierda en mi casa.- Teresa la interrumpe.

 La sonrisa de Marta se congela, perdida en el espacio entre una palabra y la siguiente. Jorge aparta la mirada del cuerpo rígido de Teresa. Ella aprieta los labios y permanece quieta y en tensión, apretando el aire en sus puños cerrados.

Marta y Jorge intercambian miradas sin saber muy bien qué hacer, y el árbol pesa en los brazos de la más pequeña de los hermanos.

-Déjalo contra la pared.- Teresa murmura mientras vuelve a dirigirse a la cocina, el olor a pavo lo inunda todo. Se enciende otro cigarrillo con fruición y da una larga calada antes de retirarlo de sus labios. Desde la ventana puede oír cómo Marta y Jorge colocan el viejo árbol contra la pared del recibidor. Unos instantes después su hermano ocupa el hueco a su lado y le roba un cigarrillo.

-¿Tú no habías dejado de fumar?

- Sí.- Da una larga calada.- Te has pasado con Marta. Sabes que lo ha traído con toda su buena intención.

-Me da igual. No lo quiero en mi salón. No quiero ni verlo.- Teresa respira el humo con furia.-Paso de ese árbol.

-De pequeña te encantaba.

-¡Que me da igual Jorge! ¡Que he estado ya muchos años muy bien sin el árbol y sin tu padre y no los necesito ahora ni a uno ni a otro!

Jorge permanece en silencio, apurando su cigarrillo. Afuera de la ventana sólo se ve la oscuridad del patio del edificio, pero el recorte del cielo está plagado de estrellas.

-Yo también le echo de menos.

Teresa no le mira. Deja a su cigarrillo morir en el repleto cenicero, y se cruza de brazos bajo su jersey azul.

-Sé que aunque llevarais mal mucho tiempo no por eso habíais dejado de quereros. Al menos estoy seguro de que él seguía pensando en ti. También sé que te dolió no poder estar ahí, ni poder decirle nada de despedida. A nosotros también nos pilló de sorpresa…Ya sabes cómo era…Tan orgulloso que no nos dijo ni que se moría. Quizá esperara aguantar hasta Navidad, y así habría tenido una excusa para llamarte. No lo sé. Pero apartar de tu vida todo lo relacionado con él, incluidos tus hermanos, no es la manera de superarlo.

Teresa clava los ojos en las baldosas del suelo. No se mueve. Jorge aguarda. Poco a poco un temblor nace de sus manos y recorre su piel hasta llegar a los labios. No llora. Teresa, la mayor de los tres hermanos nunca llora.

Jorge la abraza con cariño y en silencio, comprimiendo sus infancias en un único y simple momento representativo, en un perfecto abrazo que huele a pavo y a tabaco.

 -El pavo se ha quemado.- Marta los mira con carita asustada, esperando otro vendaval de su hermana. Teresa ríe y se frota los ojos con la manga de su jersey.

-Pues como todos los años...Anda, vamos a poner el árbol.




Para el jodido poeta


A veces te leo. Y observo tus estructuras. Examino los cimientos, doy un par de vueltas alrededor de tu poesía y dictamino la firmeza de tus muros.

Jodido poeta, que te follen.

No soporto tu falsa modestia. Ni ese tono dulzón que oprimes en algunos textos, que parece que no tenías ni idea de qué poner y los robaste de una versión infantil de Romeo y Julieta. Odio los ideales que vendes. Odio cómo te haces el víctima. Odio cómo victimizas a los demás.

Odio que todo sea para ti tan tremendo, como si el hecho de que te caiga una gota significara que está lloviendo.

Odio cuando me doy cuenta de que ese texto, no lo has escrito para ti, sino para un público fácil. Cuando sólo has dicho lo que quieren oír, aunque sea mentira, buscando la lagrimilla emocionada de aquellos incapaces de distinguir entre la poesía y la mentira.

Odio que seas tan falso. Pero odiaría más que estuvieras siendo sincero, porque eso significaría que eres tan idiota, que es un puto milagro que sigas respirando sin ayuda. Odio tus textos porque son sucios; como un cuadro dejado a medias. Odio que mientas. Odio que intentes hacernos creer que todo puede ser perfecto, que la poesía es algo hilado con madeja de oro, presuntuoso y exuberante.

Odio que hables de amor, porque es obvio que no lo entiendes.

Odio cagar caramelo cada vez que te leo. Por eso voy a dejar de hacerlo.

Muchas gracias.

Las tetas de Eva Green



No he podido quitármelas de la cabeza desde que ella me dijo lo mucho que le gustaban. Solíamos habar de cine, y de películas que a veces nada tiene que ver con el cine, pero que nos gustaban. Discutíamos sobre los actores, los mejores diálogos o incluso recreábamos conversaciones (o lo que éramos capaces de recordar de las mismas) tumbados en su cama.

Una de sus favoritas era algo así como Los Soñadores, o los algo…Antigua. Una de las primeras apariciones de Eva Green en pantalla, junto a otro par de adolescentes que después no serían capaces de llegar a la primera línea del cine, como hizo ella. La verdad es que no creo ni que los haya visto en otras producciones. Bueno, qué más da. Al lado de ella palidecen como banales actores secundarios. Eva es un ser de otro mundo. De una belleza sobrenatural, es capaz de dirigir todo su encanto con la mirada, dando forma a las escenas más intensas jamás grabadas enfocando un par de ojos. Y tiene unas buenas tetas.

Ella me habló de una escena en concreto de la película, que por cierto va sobre una especie de trío amoroso bastante turbio que mezcla elementos de incesto (o casi) y Dominación camuflados todos bajo un juego inocente de ‘’juventud alocada que busca definirse y experimentar’’ y todo eso. La escena en concreto es algo así como Eva en primer plano, vestida únicamente con una sábana negra enrollada en la cintura que la tapaba de ahí para abajo y unos guantes largos hasta casi el inicio del brazo. Terriblemente sexy. En la escena además hay un chico y una cama. Pero como ya he dicho antes ambos elementos sobran en el enfoque.

La escena está grabada toda ella con muy poca luz. En una habitación en penumbra, casi a oscuras, de manera que la única fuente de iluminación (proveniente de una ventana entreabierta) impacta directamente contra el torso de Eva, dándole a su piel un resplandor casi antinatural. ‘’Ese, ese es el momento’’ Me decía ella. Justo entonces parece que Eva no es real, sus brazos y piernas han desaparecido bajo el negro absoluto de la sábana, cuyos bordes no se distinguen en la oscuridad de la habitación. ‘’Parece un busto romano, de esos tallados en mármol… una obra de arte…’’.

Sé que no se refería a sus tetas únicamente. Que con ese gesto de llevar los ojos al cielo y sonreír hablando de los perfectos senos de Eva en realidad se estaba refiriendo a todo el conjunto. Es una escena perfecta. Es hermosa. La imagen dada a luz en la mente de un artista, que ha conseguido traer la belleza clásica a nuestros días, sólo para recordarnos que algo tan exquisito hace siglos que quedó fuera de nuestro alcance. Una escena que me hace preguntarme cómo puede el  ser humano ser capaz de hacer cosas tan hermosas, como es posible que este ser tan débil y tan maltrecho se capaz de hacer algo tan perfecto. También pensaba eso cuando la miraba a ella. A veces. No podía evitar preguntarme si ella misma era consciente de cómo parecía brillar, de cómo sus ojos no eran sino estrellas; a veces.

A mi entender ella no tenía nada que envidiarle a Eva Green. Supongo que la quise. A veces.

La taza de café.


El café se había quedado ya frío. Reposaba en una taza de una blancura infinita. Un perfecto blanco inmaculado, de folio virgen, como una de esas playas de Jávea que en lugar de arena están formadas por rocas blancas apiladas unas sobre otras, gastadas por el sol intenso del verano y por la sal de ese mar turquesa que las lame con suavidad y delicia.

La taza reposaba sobre una mesa de madera, negra. La taza era blanca y estática, parecía encerrada en un bucle temporal de eterna pausa, de impedido movimiento. El mundo alrededor de ella era violencia.

Había trozos de porcelana rota por todo el suelo. Secciones enteras de la vajilla habían sido despertadas y lanzadas convirtiéndose así y con un sonoro estallido en afiladas esquirlas que alfombraban las baldosas, las sillas, el aire…

Los cubiertos habían volado también. Se apilaban bajo el cajón roto de la encimera, donde antes dormitaban en la placidez de su oscuridad.

Había charcos por el suelo de la cocina. Charcos que antes eran botellas, vasos o tazas. Charcos de colores, charcos que recorrían el frío suelo del piso y charcos que se adormecían plácidamente en la alfombra. También había algunos rojos, destellantes, vivos incluso; gimiendo, aterrando su entorno.

Las palabras sólo podían verse en el aire. Surcando el etéreo ambiente, que si bien puede parecer que no son nada, a veces casi se puede sentir con las yemas de los dedos cómo vuelan; cómo llenan tu entorno; cómo impactan contra ti.

La mayoría venían de gritos. Más sonoras, más pesadas. Son como plumas arrastrando un yunque, casi puedes oír cómo rechinan sus bordes contra la piedra del suelo. Casi puedes notar el surco que dejan tras de sí en el aire.

Gritos e insultos. O más bien gritos con forma de insultos. Insultos gritados.

Volaban en ambas direcciones, a diferencia de los platos. Por eso las paredes estaban tan enfadadas. Se miraban la una a la otra, frente a frente, acusando la injusticia de cada muesca que hacía la porcelana contra la piel de sólo una de ellas. La otra no podía hacer más que mirar cómo ensuciaban y arañaban a su amiga, a esa hermana que aun nacida separada, era como un espejo en el que mirarse.

No sólo las paredes sufrían. Si pudiera gritar, la lámpara de araña que se balanceaba en el techo lo hubiera hecho cargada de dolor. Una de sus bombillas había visto su cráneo reventado por el impacto de una tacita de té. La culpa no era de la tacita, claro está. Ella había sido igualmente entrometida en aquel torbellino de violencia sin su consentimiento. Sin embargo, al ver cómo los pedazos de su pequeña caían al suelo, engordado ya de cadáveres, la lámpara había perdido la compostura, y ahora se mecía de derecha a izquierda presa de un dolor insoportable.



Y mientras todo esto sucedía en el piso, la taza permanecía inmóvil, enfriando lentamente su café.
Nadie iba a bebérselo ya, así que podía hacer con él lo que quisiera. Sin embargo la taza no iba a hacerle nada. El café y ella habían pasado a ser ahora la misma cosa; única, estable, indivisible. Una blanca taza de café.

Si vas a matarme


¿Vas a matarme? Si es así, no me avises. Prefiero que me sorprendas. Prefiero encontrar la bala en uno de tus besos.

Si vas a matarme, apunta bien, pero no al corazón. Está ya roto. Coloca el cañón de tu pistola en mi lengua, para que deje de buscar tus labios.

Asegúrate también de sacarme los ojos, para que no sigan tu caminar.

Quema mis orejas, para que el dolor de la piel carbonizada me haga olvidar el ruido de tus dientes contra ellas.

Te diría que me cortases también las manos, pero estoy convencido que sus fantasmas aún iban a recordar el tacto de tu piel, la electricidad que hacíamos en tu cintura.

Sácame además los pulmones, porque están llenos de tu aliento con sabor a adicción.

No te olvides de ese trozo de hombro, donde has llegado a cerrar los ojos. Arráncamelo sin miedo y haz un estropicio de carne sangrante en mi pecho.

Pero, por favor, deja mi mente intacta. Déjala torturame con tu recuerdo.

Déjame aunque sea los pies, para poder dibujarte en todas mis paredes, y vivir rodeado de tu forma de mirarme.

Regálame mi cordura, y ya me encargaré yo de perder la cabeza soñando contigo y tus labios entreabiertos.

Déjame vivir, y te juro que no se lo diré a nadie. No contaré nada. No hablaré de los lunares que viven en tu piel, no divulgaré los secretos de tu boca, no confesaré el pecado de tus caderas. No hablaré. Pero déjame vivir.

Déjame vivir, que ya me ocupare yo de poner punto y final a mis latidos.

Tres mosqueteros


Chaquetas negras. Espaldas juntas, marcando un ritmo. Jaime se echa el pelo hacia atrás con un peine, y lo guarda en el bolsillo de su cazadora. Andrés deja que el flequillo le cubra los ojos con un movimiento de cabeza y un calo de su cigarro. Yo me aseguro de que estén bien levantados los cuellos de mi pesada chaqueta y caliento mi nariz dando a luz a un cigarro.

Tres. Tres mosqueteros. Sin más montura que nuestras suelas quemadas; sin más florete que nuestras garras; sin más honor que el que comparten los vagabundos.

Tres entramos en el bar. Tres asientos. Incontables cervezas. Las luces del techo nos iluminaban el camino a una epifanía que habría de surgir del alcohol en nuestros corazones. Filósofos en tronos de madera, juglares de gargantas espumosas, paladines del sentimiento de libertad. Niños. Al fin de cuentas, niños. De lengua afilada e hígados blindados, pero bajo el cuero de la chaqueta escondíamos una piel suave, como un lienzo en el que escribir nuestras aventuras a lomos de la Luna.

Nos sentíamos dioses de ese Olimpo de superficie gastada, arañada por el culo de nuestros vasos, cubierto por un bosque de botellines vacíos.

Ahora la mesa está vacía. Quemada por el fuego que un día encendimos. Y cuelgan nuestras capas en lo más oscuro del armario, los sombreros hace tiempo que los perdimos.

Nos despedimos dándonos la espalda, sin ceremonias, sin maldecir al destino. Alguno sangraba. Alguno lamía sus heridas, alguno echó un rápido vistazo hacia atrás mientras se alejaba. Garras rotas, pelos desordenados. No hubo sin embargo guillotina, pues ninguno quiso ofrecer su cabeza.

Puro vicio


Tenemos el vicio en los huesos. Ha roído por dentro una cavidad a la que llama hogar. Es parte de nosotros como lo es un brazo, como lo es la sangre. Esa misma que envenena, que altera, hasta hacerla bullir y sonrojar nuestras mejillas.  Ese vicio que nos corroe por dentro. Vicio. De ponernos a volar. De leer versos duros. De hacernos sangrar con hojas de papel. De drogarnos, basta y suciamente, con cualquier basura vestida en plástico transparente. Leer borrachos, cantar  a la luna, corretear por los tejados como gatos en celo. Probar el rojo de nuestras venas, y bebernos despacio, para sonreír con los dientes escarlatas. Eres puro vicio. Me enganchas como nada, estás bajo mi piel y entre mis pestañas, haces que todo tenga un brillo especial. Como si le hubieras prendido fuego a mis retinas, todo parece más brillante que nunca.

De diseño o natural. De interior o crecida a la intemperie de los besos del aire. En lata o botella. Rubia o morena. Con filtro o sin él. De contrabando o legal. A pelo o en cubata. Ya no importa. No importa que te apagues, porque volveré a encenderte, que nunca voy a dejarte, que nunca voy a cambiar. Que andas enredada en mis venas, jugando a reina del mundo. Vicio. Y aunque ambos sabemos que al final me ganarás la carrera, que no podré mantener tu ritmo, cuando me desplome en el suelo y tú me mires desde arriba, no me quejaré. No te lo echaré en cara. No maldeciré tu nombre. Sólo diré: Lo hemos pasado bien.

Puro

Vicio

Ella


 Una vez me pidieron que la describiera.

Miré mi paquete de Lucky, y un solitario cigarro me saludó desde el fondo. Lo recogí con suavidad. Mi boca se convirtió en su colchón, lo aduló y acarició, seduciéndolo con la suavidad de mis labios, con el rozar de mi lengua. Y le prendí fuego.

Ella era como ese último cigarro. Ya no me quedaba tabaco para el día siguiente, con lo que pasaría una mañana horrible. Un sinfín de horas de clase, de horas de luz, sin el revolotear de la nicotina en mi cabeza; y el aullar de un mono retumbando por todo mi cuerpo. Pero aun así me lo estaba fumando. Ella era ese cigarro. Era la indecisión, y la decisión; el erróneo acierto de disfrutar ahora y llorar después. Sabía en el momento que saqué el cigarro, que mi paquete quedaba vacío. Como una cárcel para mi vicio. Atrapado entre las paredes de cartón, ahogado por el aire y la claustrofobia de la soledad.

Era el error que todos estábamos dispuestos a cometer. Esa equivocación tan dulce, que sabe a miel ardiendo.

¿Gracioso verdad? Compararla, ella, que era tan buena, con lo peor de mí. Tal vez no me alejaba tanto de la realidad. Tal vez ella sacaba lo peor de mí; otro vicio. Una nueva adicción abultando mi bolsillo. Y al terminar, me dejaría vacío, como una caja de cartón, como unos pulmones sin alquitrán.

detonaciones


¿Quién disparó primero? Ah, quién sabe. Tampoco creo que realmente importe. Cuando desapareció el humo ambos sangrábamos. A ti te goteaba del cuello, a mí me brotaba del pecho. Y nos miramos al caer al suelo. No sé quién dio se estrelló contra el polvo primero. Tampoco importa. Hicimos un perfecto charco carmesí a nuestro alrededor. Nos miramos. Sin nada que decir, con todo dicho, sin entender nada. Que la decisión de apretar el gatillo fue de los dos.  Y yo ensuciaba mis manos con la sangre del suelo, y tú la escupías. Y nos dimos cuenta de que tenía el mismo color enfermizo, que nos dolía igual, que ninguno de los dos quería sentirla más en nuestro interior.

Y alzamos las pistolas aun calientes. Y nos apuntamos a la vez. Y nos miramos una última vez.
Sonaron dos detonaciones. No sé quién disparó primero.

La misma piedra


No fue sino rebuscando entre mis errores que encontré un dolor parecido. Lo sostuve con cuidado a la altura de mis ojos, dándole vueltas con los dedos, examinando a contraluz su rígida superficie; preguntándome qué era aquello que me provocó las mismas sensaciones que anegaban mi mente esa noche. Y entonces caí en la cuenta. Ya lo había hecho antes. El mismo error. La misma caída en picado, el mismo impacto.

La misma piedra.

Había vuelto a tropezar con sus miradas. Me había vuelto a caer. Por eso me sangraban las manos, y no podía evitar fijarme en la familiaridad de las heridas, el conocido patrón de la sangre al gotear por mi piel.

Y me reí.
Me reí alto y fuerte. Me reí de mí mismo, del absurdo del hombre, de la ironía que es sentirse tan superior, para volver a cometer el mismo fallo una y otra vez. Estamos destinados al error. Nunca llegamos a aprender que si acercas la mano al fuego, te quemas. Que ya sé que es cálido, que es brillante, que es tan hermoso que dan ganas de sostenerlo entre los dedos. Pero te va a morder. Retiras la mano calcinada, rellena de un dolor intenso, para darte cuenta con estupor que la otra ya la tenías vendada.

Por si te caes


¿Quieres morderme? Hazlo. No me moveré. Iré rellenando los pedazos que me quites con tierra del suelo. ¿Quieres bailar? Yo te haré dar vueltas rodeada de risas; aunque no haya música, aunque no haya ningún ritmo que seguir. ¿Quieres que te mienta? Pondré tus palabras en mi boca para hacer brotar tus sonrisas. Porque sabes que sólo te hace falta una voz para que me levante, y alce mi escudo entre tú y el resto del mundo; sin importar que lluevan piedras, seguiré inmóvil, sintiendo cómo la madera cruje y se agrieta.

Que yo mismo he cerrado los grilletes alrededor de mis muñecas. Que tú nunca me pediste que lo hiciera.

¿Quieres estar con ese gilipollas? Bien. Fóllatelo. Hazlo ligera, alegre, sonriente y confusa, sin saber qué es lo que realmente quieres. Porque te has dado cuenta de que da igual lo que hagas, da igual lo que rompas, o las veces que te lances contra el borde de la carretera; siempre voy a recogerte, a comerme el golpe. Secar tus lágrimas y lamer tus heridas, robar todas las vendas que necesites… ¿Es eso lo que quieres? ¿Es eso lo que vas a pedirme? O tal vez me supliques que todo acabe. Que hunda mis dedos en tu garganta, y haga más fácil el dejar de respirar.

Porque tenía que ser de esta manera. Por cómo eres, por cómo soy. Por esa atracción que me provocas sin querer y que no puedes evitar, y que no puedo ignorar. Y así, entramos en ese bucle, en ese juego de principio y final entrelazados; corremos por el interior de un oscuro pasillo que se muerde la cola.

Tú delante, sin volver la cabeza. Yo detrás, por si te caes.






Tardes de humo y cerveza


Era una chica singular. Como la bala perdida de un tiroteo, se estrellaba contra el cuerpo equivocado. Dolía igual, sin embargo. Con ese ruido que hacía con sus tacones al andar,  auténticas detonaciones controladas que te hacían volver la cabeza al verla pasar. El juego de sus caderas con cada paso, el balanceo de su pelo lamiendo su cintura, los besos que sus perfectos labios le robaban al aire. Los duendes que asomaban la cabeza desde sus hoyuelos.  Todo. Era suficiente para volver loco a cualquiera.

Cuero, sobre sus hombros y hasta la cintura. Veías el peligro tatuado en su sonrisa, goteando por su perfil. El aviso del nácar de sus ojos, del color del lomo de un puma. Encendidos, como un incendio en Navidad.

Era el tipo de chica que te hace girar la cabeza cuando entra en el bar. Y sigues mirando aun cuando ya ha pasado por tu lado, para no perderte el paisaje de su culo. Y ella lo sabía. Andaba con la seguridad de un ángel, con el vicio del diablo colgado de su media sonrisa, con el infierno ardiendo en el rojo de sus labios. Joder. Era verla y quemarte.

Caminó entre las mesas serpenteando con la elegancia de una stripper. Yo la veía acercarse, con los ojos clavados en sus curvas. Se sentó con una sonrisa cómplice frente a mí, volviéndome loco con el balanceo de un rizo junto a su cuello de porcelana. La caña de cerveza en mi mano sudaba por estar tan cerca de ese trozo perdido del sol. Ella me quitó el vaso de la mano con un suave roce de nuestros dedos y una sonrisa traviesa. Dio un largo trago, y retiró la espuma de sus labios pasándose su lengua de terciopelo carmesí. Si hubiera tenido corazón, es probable que se me hubiera parado en ese instante.

Por suerte no era el caso. De ahí que un tipo como yo estuviera compartiendo su birra con una chica como ella. Sin corazón no puedes romperte. Le habrían hecho falta toneladas de ácido para corroer mi piel de metal. Pero eso a ella le gustaba. Buscar las grietas de mi armadura, clavar las uñas en los resquicios de mi pecho y hacer fuerza, no porque quisiera entrar, sólo por curiosidad de si aguantaría.

Aunque sé que eso le frustraba. Le mataba la indecisión de ver qué escondía dentro. Eso siempre se me ha dado demasiado bien, fingir que soy algo más. Reputación. Todo se basa en aparentar, es como una máscara que me pongo cada mañana para engañar al mundo. Como si estuviera en un programa de protección de testigos, me aterra la idea de que alguien pueda reconocerme y decir ‘’es débil’’. Como un Robert Capa adolescente.

A veces se frustra tanto que examina la cerradura en mi rostro. La acaricia con sus largos y fríos dedos, con sus uñas pintadas de sangre; a veces lo lame, rozando la brecha con sus labios, rozando los míos. Besándome con la suavidad de una mentira, con el timbre de una verdad a medias. Entonces siento derretirme. Siento el vacío en mi interior, y me dan ganas de dejarle entrar para que pueda comprobarlo, ‘’mira, estoy hueco, no hay nada; sólo buscabas una ilusión’’. Pero sé que hacerlo sería perderla. Y estoy demasiado acostumbrado al repiquetear de sus uñas en mi armadura.

A veces me pide la llave. Lo hace tan dulce. Tan suave. Finge lloriquear, con los ojos secos. Rebusca en mis bolsillos, en los agujeros en mi piel, en el hueco que hay entre mis palabras. No puede encontrarla. No pude porque no la tengo. Ya se la di. Cuando no miraba la dejé deslizar entre sus omoplatos, la dejé pegada en la piel caliente de su cintura, en el único sitio en el que yo sabía que nunca la iba a buscar. En ella.

14 vidas


14 vidas son dos gatos. Y dos gatos fuimos. Y de tanto maullar, nos quedamos roncos. Con el moreno que da la luna, recorrimos incansables la oscuridad de las calles nocturnas. Nos enredamos en cada esquina, examinamos palmo a palmo los rincones más perdidos de la ciudad dormida, buscando fragmentos relucientes de sueños rotos entre los cascos de botellas.

Entramos, como piratas, en los bares más sucios, los antros donde se amontona el barro de las suelas. Donde los cigarros entonan un ‘’morituri te salutan’’ antes de arder.

Por esos suelos nos revolvimos tú y yo. En esa mugre dejamos huellas de nuestras zarpas. De sus charcos bebimos cada noche, buscando estrellas perdidas, echando carreras con las luces del cielo. Tú, mi gato. Tú y tus siete vidas. Las gastamos todas. Quemadas como cerillas, de tanto rasgarlas contra el asfalto. Entramos en combustión tantas veces… Ardimos tanto que ya nadie recordaba que no éramos sino gatos. Ni siquiera nosotros mismos.

Un mal día nos alzamos sobre nuestras patas.

Un mal día dejamos caer las garras.

Un mal día empezamos a vestirnos como ellos, a hablar, a no decir nada. Y un muy mal día, de nuestra última vida, dejamos de ser gatos.

Todo fue por la sonrisa de Alex Turner




Lo cierto es que hay que admitir que mucho tuvo que ver la gomina del pelo, pero principalmente fue la sonrisa. Ya te digo; ladeada al estilo de James Dean, ese hombre parece vivir atrapado dentro de una foto en blanco y negro, con sus camisas blancas y engominados tupés azabaches. Fue esa sonrisa que tanto conocía la que vi dibujada en la sudadera granate con las letras blancas. Arctic Monkeys. Monos del ártico, o traducido al castellano más puro: Adolescentes Tocando Buena Música en un Garaje. A raíz de esa curvatura labial tan rematadamente sexual me fijé en la portadora de aquel estandarte, comenzando mi conversación con un: ‘’Pero… ¿ escuchas Arctic Monkeys?’’ Y vaya si lo hacía. Comenzamos a hablar de discos, de anécdotas acaecidas bajo sus canciones, a discutir las letras y sus posibles significados, y también por supuesto de la línea maxilar perfecta del bueno de Alex.

Es cierto que poco tiene que ver el estilo que llevaba antes, con esos pelos greñudos de cromañón pubértico enmarcando una carita suave de niño británico quizá demasiado aficionado al fish and ch0ips y que ha comido poca carne roja, de ahí que las extremidades le colgaran como fideíllos y sus piernitas fueran dos palos secos. Ya fumaba por entonces, creo; sin embargo dominó ese arte bastante tiempo después. Yo creo que ese tipo podría escribirnos una auténtica antología acerca de cómo fumar con estilo; la paralela evolución de la nicotina con el Rock de garaje.

Ahora en cambio ya no lleva sudaderas amplias, ni flequillo. Le van las camisas lisas de manga corta y cuellos abiertos, en las que puede lucir sus desarrollados bíceps y el escaso pelo en pecho típico de los lechuguinos londinenses. De Sheffield en este caso, pero sigue siendo un británico paliducho, lo siento. Tiene un rollo como a John Travolta en Saturday Night Fever, moviendo las caderas igual, y rozando el marco de las puertas con la punta del tupé. Mola. Demasiado como para considerarlo humano. Tengo la teoría de que este hombre vino de otro planeta, como Superman. Pero en vez de perder el tiempo con los calzoncillos por fuera (lo que dicho así estaría guay que hiciera), mi ídolo se ha dedicado a hacernos el mejor rock que se puede encontrar en el panorama actual. No podrías encontrar algo mejor ni con un mapa, todos los expertos en la materia señalan el ártico como lugar de referencia. Igual comparte iglú con Santa Claus. Así le hace la vida más fácil a la hora de conseguirme sus discos por navidad.

 Pero sólo se viste así para actuar. Cuando no, se le puede ver pasear por el parque de alguna ciudad gris y lluviosa, con cielo cubierto de nubes y el humo saliendo de los vasos de café de plástico, llevando chupas de cuero negro y pantalones pitillo embutidos en gruesas botas. Y eso sí que es tener rollo. EL rollo. Gafas de sol aunque de verdad, no hay ni un pequeño rayo golpeando los cristales, cigarro en la boca y un rizo saturado de gomina rebotando en su frente. Es verle y sentir cómo supura el rock por su cuerpo. Si recogiéramos su sudor tras los conciertos en los que vuela sobre el escenario, salta, grita hasta desgañitarse o funde sus ojos para hacer la mirada más acerada y fascinante que la raza humana jamás ha contemplado; si esas brillantes gotas de su ser fueran recogidas en un frasquito, y vertidas dentro de una bebida, yo creo que estaríamos hablando de la droga más dura hasta la fecha.

Por ese tío comencé a hablar con ella. Y no me arrepiento, la verdad. Tiene sus cosas, como todo el mundo, pero aquella alocada chica de la coleta y las gafas ciertamente logró cautivarme. Desde entonces no he conseguido despegar su número de mi móvil, al igual que ella no ha conseguido quitarme los chistes malos. Y es una relación realmente provechosa, casi árctica. Yo le consigo un rollete, y ella me lo paga proporcionándome otro; y mientras ella vive un Mardy Bum, yo acabo desesperándome en un R U mine? Si yo le proporciono un cigarrillo, ella se asegura de que siempre tenga uno en mi boca, al igual que cálidos abrazos en las más frías mañanas del curso; que para ser octubre hay que ver cómo muerden las cabronas. Si una alocada noche ella desfasa más de lo que su blandito cuerpo le permite, me ocupo de meterla en la cama y ponerle un cubo bien cerquita, por si le apetece echar fuego por la boca en algún momento. Y si se da el caso de que yo realmente necesito salir de una discoteca a rastras y amenazar a los coches con ponerme en medio, es ella quien me coge del hombro y se asegura de que llego intacto al colchón, From the Ritz to the Rubble. Siempre cuidamos el uno del otro. Como cuando ella se pone sus Dancing Shoes, y se siente obligada a meterse en cada pogo que ve, dándose la feliz casualidad de que estoy cerca y los golpes me los llevo yo. En cambio ella lee pacientemente todos los mensajes y Mad Sounds que ebrio y de madrugada le envío olvidando cualquier tipo de hilo conductor entre uno y otro, y sobre todo la ortografía.
En definitiva, hacemos un dueto de lo más variopatético, pero con un feliz abrazo al final. Y sobre todo me gustan las tardes, en las que podemos sentarnos a charlar, reír, y discutir sobre lo perfecta que es la sonrisa de Alex Turner.

azul como el mar

Beber con Disney. Crecer huyendo del lobo de tu cuarto por el palacio con suelos de mármol binario, uno negro uno blanco, uno entero uno en ...