Una vez me pidieron
que la describiera.
Miré mi paquete de Lucky,
y un solitario cigarro me saludó desde el fondo. Lo recogí con suavidad. Mi
boca se convirtió en su colchón, lo aduló y acarició, seduciéndolo con la
suavidad de mis labios, con el rozar de mi lengua. Y le prendí fuego.
Ella era como ese último cigarro. Ya no me quedaba tabaco
para el día siguiente, con lo que pasaría una mañana horrible. Un sinfín de
horas de clase, de horas de luz, sin el revolotear de la nicotina en mi cabeza;
y el aullar de un mono retumbando por todo mi cuerpo. Pero aun así me lo estaba
fumando. Ella era ese cigarro. Era la indecisión, y la decisión; el erróneo
acierto de disfrutar ahora y llorar después. Sabía en el momento que saqué el
cigarro, que mi paquete quedaba vacío. Como una cárcel para mi vicio. Atrapado
entre las paredes de cartón, ahogado por el aire y la claustrofobia de la
soledad.
Era el error que todos estábamos dispuestos a cometer. Esa
equivocación tan dulce, que sabe a miel ardiendo.
¿Gracioso verdad? Compararla, ella, que era tan buena, con
lo peor de mí. Tal vez no me alejaba tanto de la realidad. Tal vez ella sacaba
lo peor de mí; otro vicio. Una nueva adicción abultando mi bolsillo. Y al
terminar, me dejaría vacío, como una caja de cartón, como unos pulmones sin
alquitrán.
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