jueves, 22 de febrero de 2018

Matilda


-          Qué jodidamente absurdo eres.

Matilda aspira una detenida calada a su cigarrillo largo y mentolado y deja escapar corazones de humo rosa. Con su denso flequillo esparcido por la porcelana de su frente. Acomoda sus piernas en el alféizar y la tela de sus mallas hacer ruiditos de placer. Otra calada.

Yo me encojo de hombros. Mi cigarro es negro y corto, el humo denso y fuerte bailotea tras los cristales tintados de mis gafas. Un par de copos de ceniza son arrastrados por la brisa y caen en las mangas de mi abrigo. Las sacudo. Matilda no lleva abrigo. Su delgado jersey claro parecer serle suficiente protección contra el invierno. Claro que para qué iba a querer protegerse, si su piel es pura nieve. Matilda vuelve a revolverse sobre la rugosa superficie del alféizar, mira al horizonte, a esas montañas de acero y ladrillo tras las que se esconde el sol. Las chimeneas recortan en negro sus figuras sobre la sanguinolenta superficie de ese reloj gigante que cuelga del techo aún azul, y a la vez ya negro y cuajado de estrellas. Matilda mira y su nariz respinga más de lo habitual. Como si quisiera llamar la atención de sus ojos, ese par de canicas marrones que abriga con capas y capas de maquillaje oscuro. Matilda; oh, mi Matilda.

-          ¿Sabías que a pesar de todos sus años, el nuestro sigue siendo un Sol joven? No es más que un niño, un infante que nos mira desde fuera, como si nuestra vida no fuese más que un programa de dibujos en una televisión redonda…

Matilda suele hacer ese tipo de preguntas. Preguntas que le llevan a darme una respuesta que ella ha conseguido sola, sin más ayuda que su propio esfuerzo. Me las regala sin pedir nada a cambio, sin ni siquiera esperar a que sea yo quien las pida. Me las da porque sí. Por si algún día eso me llega a interesar. Yo me encojo de hombros. Y Matilda sigue mirando a lo lejos, con los ojos entrecerrados por esos últimos rayos de sol que ofrece el día.

Sé que cuando esa enorme bombilla se haya apagado totalmente seguiremos un rato así, sin movernos. Dejando escapar nuestros pensamientos en forma de humo, sin necesidad de palabras de ningún tipo. Ella será nieve brillando a la luz de la luna, y yo seré la oscuridad en las paredes de ladrillo. Como cada noche.

A Matilda no le gusta dormir. Nunca le he visto hacerlo. Eso no demuestra que no le guste, solo que no le gusta hacerlo de noche. O que no le gusta hacerlo conmigo. Lo sé. Y sin embargo sé que no le gusta. Tal vez me lo ha dicho alguna vez, tal vez lo ha lanzado al aire en forma de humo, y yo supe leerlo antes de que se deshiciera en la tarde. O quizás lo he visto en sus ojos. No lo sé. Cuando yo llego al portal, el sol ya ha empezado a despedirse del Este, y allí está ella mirándome con esos ojos de madera nueva desde arriba de las escaleras. Sus pies balanceándose muertos entre los barrotes de la barandilla. Me espera. No sé qué hacía antes de llegar yo, ni lo que hará cuando me vaya. Tampoco me importa. Tal vez no haga nada, tal vez no exista. A lo mejor únicamente existe cuando estoy yo, y desaparece en el no ser en cuanto pongo un pie fuera de ese feo edificio que es todo su cosmos. Tal vez ni siquiera exista ahora. Nunca he oído a nadie hablar de ella, o llamarla desde el rellano. Nunca le he visto hablar con nadie, ni beber agua, ni comer; sólo fumar. Fumar y regalarme sus respuestas. No sé si respira o no. ¿Tendrá pulmones bajo esa piel nívea? ¿Huesos, venas…? Me da miedo preguntarle, me da miedo que al estallido de la primera sílaba en mi boca desaparezca, que las perturbaciones en el espacio de esa primera y fonética onda mecánica la hagan vibrar como si fuera un reflejo en el agua, y su figura se desdibuje de mis pupilas para siempre. Hablar con ella es como hablar en sueños, se hace sin mover los labios. Te oyes masticar las palabras en tu cabeza, pero no salen de tu boca; hablas atrapando tus ideas entre comillas. Si no tienes comillas a mano, puedes ponerlas en cursiva. O eso me dijo ella una vez. O eso me dijo ella una vez, digo.

Matilda se gira hacia mí ahora, y me mira no fijamente. Lo contrario de fijamente. Me mira sin apartar los ojos de mí, pero los veo balancearse con suavidad dentro de sus pupilas. A la derecha, a la izquierda, o hacia atrás. Matilda no me quiere. Matilda no puede quererme. Cómo va a quererte alguien que no existe. No es que no pueda quererte; eso sí puede. O podría; si existiera. No es algo que este en su mano hacer, por eso no es culpa suya. Si le dejaran, yo sé que me querría, a su manera silenciosa y solitaria. ¿Me querrías tú, Matilda? ¿Lo harías? Matilda se lleva el cigarrillo a los labios rojos, que parecen un pedazo olvidado de aquel sol que acabamos de perder. Lo aprieta y respira, mientras las arañas de la noche tejen telas negras bajo sus pómulos y ella las rompe cuando libera el cigarrillo de la presa de su boca. Y entonces exhala una nube de humo rosa hacia mi rostro, densa, enormemente pesada. Tan pesada que antes de llegar a mi nariz se pone a llover, hacia abajo, hacia la calle. Las gotas son pequeños hilos rosas que caen despacio como serpentinas. Caen a su estilo, sin entender de la gravedad, o del viento, o de los colores oscuros obligatorios que impone la noche a sus hijos. La nube más baja de la ciudad impacta contra mi rostro y me envuelve la cara. Se cuela por debajo de mis gafas tintadas y las destiñe, haciendo que goteen en mi abrigo. Gotas negras como petróleo, negro sobre negro. Cuando el vapor rosa desaparece mis gafas son transparentes como el agua, y tras ellas Matilda me mira, más pálida que la luna. Me mira y no sonríe. Porque no puede. Pero yo sé que está feliz. Y yo sonrío por los dos.

-          ¿Cómo puede alguien saber, si existe?

Si te llegan los periódicos a casa. Si el lechero gasta de su tiempo en tu puerta. Si existen cartas dirigidas a ti. Si alguien en el mundo necesita algo de ti. Entonces sabes que existes. O eso creo yo. Matilda lanza la colilla contra la noche, pero ella la esquiva y la vemos caer al suelo de los hombres. Matilda vive en este mismo bloque. O eso creo yo. Que al mismo tiempo que le doy existencia a ella cuando estoy aquí también construyo una casa y una mesa, y un lechero, y un edredón que le ayude a derretir la nieve en su piel. Una puerta llamada 3B aparece al lado de mi 3A cada vez que subo las escaleras. Cuando no estoy sólo existe un triste 3. O tal vez no. Ahora sólo estamos ella y yo. Ella, yo, esta terraza y sus cigarrillos rosas. El humo no es más que un producto secundario de mi alucinación.

-          ¿Cómo puede alguien saber, si quiere existir?

Matilda ya tiene otro cigarrillo entre los labios, y otra pregunta entre los ojos. Donde nacen las cejas tiene un agujero, lleno de signos de interrogación como lunares. Cómo puede alguien saber que quiere existir si no ha probado antes la inexistencia.  Tal vez Matilda sí lo haya hecho. De ahí su pregunta. Quizá no le gusta existir, y piensa que yo soy el culpable, igual está mejor cuando no estoy. No lo sé. Para eso no tengo respuesta. Saco otro cigarrillo de la pechera de mi abrigo y lo sostengo entre mis manos. Matilda ha cruzado las piernas y ahora parece sentada sobre una mariposa negra. Ya no mira hacia el horizonte, ahí solo queda oscuridad. Ahora levanta su ligerísima barbilla y clava los ojos en el cielo. Su garganta es un tobogán de seda que desaparece en el jersey que ya no es tan claro. Los colores son como la gente, cuando les da la luz son de color claro, pero en cuanto llega la oscuridad se convierten en una versión apagada de los mismos. El ascua de mi cigarro burbujea con cada calada. Matilda me mira. No como antes. Ahora casi parece ser real, existir con un brillo animal en la mirada. Matilda late.

Asiento con la cabeza. Se hace tarde. Se hace tarde. Dejo morir la colilla en la ausencia tras la azotea. Abro la puerta de metal verde, que ya no es verde, y comienzo a bajar los escalones de madera. Matilda sigue sentada mirando al techo de diamantes, como una mariposa a punto de echarse a volar. Sé que no me seguirá, se quedará clavada en la noche, bajo su jersey que ahora no tiene color. Con un cigarrillo rosa en los labios y el maquillaje oscuro de sus párpados protegiendo sus ojos cerrados. Respirando. Si es que acaso la nieve respira. También sé que en el momento en que la puerta se cierre tras de mí ella desaparecerá, dejará de existir para el mundo.  A Matilda nunca le llegan cartas. Yo nunca le he visto abrir una, y aunque eso no demuestra nada, tampoco he visto botellas de leche en su portal. Porqué sé que esa puerta junto a la mía no da a ninguna parte. No es más que una lámina de madera verde que gira sin finalidad alguna. Una puerta tras la que vive un trozo de pared del rellano. Y cuando vuelva mañana la encontrare como siempre esperándome desde lo alto de las escaleras. Ansiando ese momento en el que puede existir. O tal vez no. No lo sé. Nunca se lo he dicho. Nunca le he dicho nada. Mis palabras no abandonan mi boca cuando estoy con ella, de entre mis dientes sólo sale el humo.
Y llego a mi puerta vieja y verde, que pone 3A, y bajo la cual nunca hay cartas. Tampoco leche. Pero estoy yo, aunque nunca se oigan mis palabras; aunque nadie diga mi nombre.

jueves, 15 de febrero de 2018

Invierno


Las noches que llueve no me apetece nada quedarme en casa. No es que haya goteras, ni nada por el estilo. Lo único que hay dentro es gente, y por ese motivo estoy yo fuera. Las noches que llueve salgo a que me dé el agua en la cara, que la lluvia rebote en mis hombros como llamando mi atención. Para mí, los días que llueve son días de ver las cosas, de fijarme con atención me refiero. El humo es más denso y escapa entre mis dientes como mantas de algodón gris, el ascua de mi cigarro brilla mucho más, mucho más lejos.

Las luces de las farolas se reflejan en los charcos y en las aceras mojadas, como rápidos bocetos desdibujados de la realidad. Speedpainting se llama, colores volando a altas velocidades sobre el lienzo. Otro mundo en que no existen líneas rectas, sólo manchas difuminadas, y ondulantes esquinas de edificios. La perfección de la curva praxiteliana en todas las siluetas que cruzan las calles escondidos bajo paraguas negros. El arte de una minúscula gota colgando de tus pestañas, como un tobogán afilado por donde lanzarse al vacío del invierno.

Los días que llueve no quiero dejar de respirar ese aire húmedo que penetra hasta lo más recóndito de mi memoria. Porque esos son mis mejores recuerdos, los que supuran lluvia de Bilbao por sus paredes de carne. Me he criado en una acera mojada y los charcos siempre fueron mis hermanos. La lluvia en el tejado de mi casa convierte las tejas en teclas de un piano que toca Noviembre una y otra vez. Aquí siempre llueve sobre mojado, y es perfecto. Ver los chapoteos de las gotas de cielo en la ría, cómo saltan y bailan sobre las dunas azules sin flotar, pues quién querría ser barco cuando puedes volar por debajo como un pez. Volar sin alas, como cuando corres con los brazos extendidos y la lluvia te besa las mejillas. Madre lluvia, siempre ansiosa por tocarnos, abrazarnos y hacernos crecer rodeados de su voz.

Me gusta cuando las gotas pasan frente a los semáforos y se disfrazan de rojo, de verde, de naranja cuando las viejas farolas las observan caer. Multitud de colores y luces, como una gigantesca sala de conciertos donde siempre hay música sonando, donde el público se estrella contra el suelo una y otra vez con cada nota que estalla. Y hay más luces cuando miras hacia arriba, una luz por cada gota que cae, una luz por cada estrella que está colgada del techo nocturno, infinitas bombillas que soñaron con ser astronautas y se lanzaron al espacio.
Quién no ha sentido su mundo explotar cuando es de noche en invierno, y llueve sin nubes.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Los Hípsters odian a Amancio Ortega




Hípsters. Creados por Keruac como si fueran pitufos, aunque no viven en setas se parecen bastante a estos seres azulados. Véase el style del sombrerito ese que se traen, y la barba del papá pitufo. O a ese gafapástico que anda por ahí dando lecciones de vida a sus añiles congéneres.

Pero no hablaremos de la interpolación pitufa en la cultura hípster. El tema es Amancio.

Amancio Ortega no es hípster. Nunca verás a ningún hípster que se precie llevando Zara, es demasiado comercial para sus suaves pieles alérgicas a todo lo que no sea tela natural. Ya veis, que la vestimenta de esos modernillos es muy característica, como una mezcla entre un agricultor andaluz del mil ochocientos y un rockero recién parido del Blues de Nueva Orleans. Quiero decir que lo mismo lo ves llevando una chaqueta, camisa metida en los pantalones y tirantes de tela negra; o llevando una chaqueta vaquera gastada y una camisa a cuadros de leñador abotonada hasta la nuez. Eso sí, la barbita todos la llevan.

En esencia, este movimiento busca diferenciarse de los demás, hacerse únicos y reconocibles en las multitudes, rechazando los convencionalismos sociales. Una cultura liberadora que revindica la excentricidad y alaba lo ‘’raro’’. No se dan cuenta de que cualquier tipo de moda o corriente de pensamiento ha nacido de ese mismo útero, el ser diferentes. Joder, hasta los nazis buscaban ser diferentes (Y esos sí que saben cómo hacerse recordar). Hasta ahí no me parece del todo mal; quiero decir, es la misma mierda de siempre puesta de otra manera. Pero cuando les veo con sus Ipads, sus gafas sin cristales, sus cervezas orgánicas y toda la ostia de Nintendo…Ahí ya me altero.

No entiendo cómo puedes andar diciendo que tú ‘’no sigues modas’’ cuando estas pagando 10 pavos por una birra que como es artesanal …pues la pides. O cuando hacen cola durante días para comprar el nuevo Iphone sea cual sea el precio, nombre, aplicaciones…Por el simple hecho de que es Apple…Steve Jobs sí que es un hípster del carajo. Y cómo no en cuanto lo tienen lo primero que hacen es quejarse en las redes sociales de lo mal que funciona, de cómo el cargadador se estropea, de que se le ha caído al suelo cuando andaba en su ‘’longboard’’( de esto ya hablaremos más tarde) y se ha roto la pantalla. Se están gastando miles de euros en un aparato simplemente para poder decir Lo tengo. ¿Eso es ir contra la moda? ¿Eso es tener un estilo propio? Pero luego tienen una máquina de escribir antigua en casa. Sí, han pagado 1200 pavazos por un I-pad que es pura maravilla, pero para escribir usan una máquina de esas que pesan 50 kilos solo las teclas. Porque les …parece que se escribe mejor ¿Sabes? Lo mejor de la literatura se escribió con una de estas… Te diré que Homero escribía en pergamino con la pluma sacada del culo de una gaviota, y la tinta hecha con sus heces. Créeme que tu intragable poesía no se va a arreglar con una máquina de escribir antigua. Eso también me jode a sobremanera, que se las dan de cultos. Intelectuales de cartónpiedra, han leído a Bukowski, Shakespeare, Capote, Lorca…Lo han leído todo. Por encima. Alguno de sus libros. Lo han hecho sólo para eso, para decir Lo he leído. Y para criticarles, por supuesto. Que un fantoche con bigote de Cantinflas, sentando en un bar ‘’motero’’ donde el único cuero que vas a encontrar está en el culo de los pantalones de su amigo Adolfo, y que tiene el suelo más limpio que el desinfectante que usan en cualquier bar de carretera; osea, se atreva a hablar mal de un autor consagrado…Es pena capital.

Está muy sobrevalorado. Su prosa es intragable. Es horrible, no sé porqué tiene un Nobel. Hice una adaptación de su obra, quitando lo que sobraba y me quedó una auténtica obra de arte, mejor que el original…

Dios me dan ganas de estrangularlos con sus corbatas de lunares. ¿Cómo pueden siquiera atreverse a hablar mal de Faulkner? ¿De Céline? Putos neoignorantes prepotentes. Luego organizan lecturas de poemas, de creación propia, y aunque todos suenan a canción Indie sin sentido y con la métrica rozando la mierda del suelo, para ellos son gloriosos. Se alaban entre ellos y se lamen los culos conscientes de que sólo ellos lo van ha hacer, porque el resto del mundo esque no lo entiende…están tan atrapados en la mass media que si algo se escapa de su rutina mainstream…no son capaces de apreciarlo…Dijo el notas que subió una foto a Instagram por la mañana desayunando beigies en una cafetería chic de la plaza mayor donde un puto croissant te sale por 5 euros y medio. Pero es artesanal. Ya, mi abuela también hacía croissants artesanales, cuando era niña y la manera más fácil de conseguirlos era esa. Pero en esa época no se decían artesanales. Se decía cruasán y eran feos y achaparrados. Se vendían por lo que hoy sería medio euro, y estaban jodidamente buenos. No eran Sugar-free, ni light ni cosas de esas. Era lo que había y punto.

Y claro, Amancio Ortega no puede con esta mierda. El español más rico no entiende a esta gentuza, que prefiere trabajar en un taller de mimbre artesanal que estudiar una carrera y un futuro, porque papi y mami se lo pagan. A Amancio su imperio no le vino hecho. Luchó por cada costura en su ropa, por cada diseño, vendió su alma al diablo para prever lo que se iba a llevar en la próxima temporada. Ha jugado a la Ouija para pedir consejo a Coco Chanel y ha sacrificado reses en el altar de Fortuna para asegurar el éxito. De verdad que no tenéis ni idea de lo que cuesta meter a tantos niños indios en una sala y ponerlos a coser sin que se monte una buena con las madejas de tela. Está cansado de ya de confiscar peonzas, que en cuanto te descuidas los niños dejan las máquinas y se ponen a hacerlas rodar por el suelo, dejando a medias la chaqueta verde que va a ser la próxima sensación de la primavera.

Dos hermanas


-¿Y aquella vez que te entró varicela qué?

- No es lo mismo

-¡Cómo que no! Tú fuiste quien se puso enferma primero…y al de dos días ¡Pum!-Helena golpea la palma de su mano.- Yo estaba enferma también…Como un reloj.

-Pero puede ser que te hubiera contagiado yo, ¿No crees?

- Vale, te acepto eso. ¿Y cuando te caíste del columpio y a mí también me dolía el brazo? ¡El mismo brazo! ¡Tuvimos que ir a urgencias las dos!

-¡Eso fue porque te querías saltar clase, y fingiste todo el camino hasta el hospital!

-Joder Marta…Eso sí que es rebuscar las explicaciones.

-¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me crea esa absurda teoría tuya, que suena a cuento de ciencia ficción? Que la vida no es así Helena.

- ¿Tanto te cuesta creer que estamos conectadas? Por amor de dios, ¡Somos gemelas, Marta! ¡Llevamos compartiendo el mismo aire desde el vientre de tu madre!

Las hermanas se soportan la mirada la una a la otra, con las caras crispadas muy juntas. Idénticas de una manera infinita, como el reflejo de un espejo que se mira a sí mismo. El mismo pelo negro y liso, los mismos ojos verde esmeralda irradiando furia… una eternidad de colores exactamente iguales.

El cuarto parece una representación de esa similitud. Dos camas, mismas sábanas. Dos escritorios atiborrados de papeles, compartiendo el desorden general. Las paredes forradas de fotografías, individuales o a rebosar de participantes, imposible distinguir cuál de las dos fue la protagonista para cada uno de los flashes, ni siquiera ellas son capaces de discernir a cuál de las dos pertenece la fotografía. Helena resopla, y la tela negra de su bata da un brinco.

-Nochevieja del año pasado.

-Venga ya…

-Piénsalo, esa noche vomitaste todo el vino de la cena en la alfombra del salón, y tuve que arrastrar tu culo hasta el baño para lavarte y luego te metí en la cama. Al día siguiente tenía una resaca demencial, y yo apenas había bebido.

-Joder…

-¿Y cuando te pusiste a llorar porque Jorge me había dejado? Casi parecía que te dolía más a ti que a mí.

-Se llama empatía, ¿Sabes? Te habían jodido y yo lo sentía por ti.

-¡Precisamente! ¡Lo sentías por mí! ¡Estamos tan unidas que fluimos una hacia la otra!

Marta se cruza de brazos y se aleja hacia la ventana meneando la cabeza. Con manos temblorosas y rebusca en el bolsillo de su bata hasta encontrar un arrugado paquete de tabaco. Helena la sigue, colocándose frente a ella, pero su hermana mantiene la cabeza gacha y la mirada clavada en las zapatillas rosas de lana en sus pies.

-Marta…

Marta la ignora y prosigue su búsqueda con la mano en el bolsillo. Extrae un mechero y procede a encenderse el cigarrillo con un pulso convulso.

-Marta mírame.

Su hermana aspira la primera calada y levanta el rostro, le brillan los ojos como charcas de agua salada; las lágrimas se acumulan en sus párpados y ella parpadea para disuadir sus deseos de salir.

-Marta tienes que creerme…-La voz de Helena es casi una súplica.-Estamos conectadas…

Marta aprieta la mandíbula.

-Entonces, ¿Esa es la única explicación que le encuentras?- Aplasta el cigarrillo en el alféizar y se gira enfrentándose a su hermana. Mirada fría y la barbilla alta, amenazante.- La única explicación para que tú, Carlos y yo  tengamos los tres la gonorrea. Tú, mi novio y yo tenemos la misma ETS porque Yo te la he pasado.- Su voz tiembla ligeramente al finalizar esa frase.

Helena está al borde de las lágrimas, con los ojos ahogados y el labio inferior baila el son de las lágrimas-Tienes que creerme…

-Pero mira que eres puta…

Adicción


Buenas tardes, buenos días, buenas e inútiles horas que existen entre un cigarrillo y otro. ¿Me añorasteis, pequeños? Claro que no. Vuelve el tipo sin gracia, de prosa vacua y humor torcido.

Os vengo a hablar de temas escabrosos y traumáticos; niños muertos en las minas de coltán africanas. Nah, es coña. Hablemos de drogas, a todo el mundo le gusta eso. Lo peor de las drogas es la tolerancia, un consumo habitual de las mismas acaba convirtiendo el estado ‘’colocado’’ en el funcionamiento normal del organismo, su rutina diaria. Tu cuerpo se acostumbra a tenerlas por ahí; su olor, su presencia, su ropa en tu cuarto de baño y sus colillas por todas partes. Como una mala novia, que pasa más tiempo en tu cama que la misma almohada. Y tú con ella claro. Cada uno de esos polvos que echáis no es más que otra calada a tu adicción, que se propaga por tu tejido cerebral como un cáncer metástico. Amor tumor.

Al principio no puedes parar, lo único que ocupa tu cabeza es buscar el próximo chute, la siguiente autocomplaciente dosis de cielo. Te vibra el pecho mientras piensas que es algo prohibido, que es algo oscuro que haces al margen de la sociedad, escondido en lo sombrío y húmedo de un callejón, cabeza gacha para que nadie te reconozca. O en el baño de un bar; ese rato en que disfrutas de tu placer tóxico al ritmo cansado de la canción que esté sonando distorsionada por la pared de azulejos. Ese vicio egoísta que sólo busca satisfacer el monstruo en tus entrañas, siempre de noche, siempre en la oscuridad. Yo creo que si vas a hacer algo oscuro, ten huevos y hazlo con las luces encendidas; eso sí que es un jodido clímax. Porque es eso lo que buscas. Un clímax. Un punto infinitesimal en el espacio-tiempo, con un principio y final tan cercanos que no es sino la lucha por encontrarlo lo que estimula tu cerebro. Stephen Hawkins lo sabe muy bien, el día que sus teorías nos permitan doblar la manta espacio-temporal será en pos de ese instante. Ahí donde lo ves tiene más vicio que todos nosotros juntos.

Y lo notas bullir dentro de ti. Cuando das vueltas con el coche buscando un parking alejado, o una plaza de aparcamiento fuera de la vigilancia de las farolas. Cuando el motor deja de rugir y no se oye más que el aire condensándose en el parabrisas. Entonces, cuando nadie puede verte, ni oírte; sólo cuando sabes a ciencia cierta que NADIE sabrá lo que estás a punto de hacer, lo que llevas en tu interior creciendo por tus tripas como un rosal de hemorragias internas. Oh! Débil y asqueroso ser, entonces lo haces.

Satisfecho ¿Verdad? Sienta bien, lo sé. Por eso lo hacemos.

Espero que lo disfrutes mientras puedas, porque ese era tu clímax. Igual de rápido que ha llegado se irá. Se llama tolerancia. Esa mierda que hace que quieras más, pero no de la misma forma excitante e incandescente de antes. Ahora sólo lo quieres para saciar la sed que atenaza tu garganta, para evitar deshidratarte. Pero eso no se puede, pequeño. Lo de antes ya no te es suficiente, necesitas más y mejor, lo necesitas ya. La tolerancia es un viaje de no retorno en caída lenta y angustiosa que sólo puede terminar de forma abrupta cuando se clava en tu corazón o en tu cerebro. Muerte Cerebral o Muerte por Definición. Lo único bueno es que te dejan elegir, la que más rabia te dé.

Pero tendrás que pensártelo, ¿eh? Se puede vivir sin cerebro, pero hacerlo sin corazón duele y hace ruido cuando andas; cristales rotos, gravilla, arena empujada por el viento contra una colchoneta de plástico deshinchada.

Tú eliges cómo dejarla, pero de eso te vas a acordar siempre. Las drogas dejan marcas en tu piel, eso no todo el mundo lo sabe. Son como un tatuaje que representa una parte de tu vida, pero que tú no eliges ni el diseño ni el lugar donde hacerlo. Simplemente un día te despiertas, y ves en el espejo a través del humo de tu cigarro una nueva muesca en tu epidermis. Espero que te guste. Si no, te jodes.

Ahora te toca pasar el mono. El mono, oh pequeño, el mono es la mejor parte. La ves en todas partes, la oyes murmurar a tu espalda, la hueles sin querer cada vez que giras la cabeza. Pero no está. Eso es tu cerebro intentando saciar esa hambre de tenerla en tus venas, haciendo trampas. Falsos colocones. Al principio cuela, y después de pasarte la noche soñando con ella te sientes mejor, pero a la larga se destapa el truco y cuelgan al estafador de un árbol. No puedes ser más listo que tú mismo, y ahora la ansiedad te pica por dentro de la piel como una alergia a tus vísceras.

El mono aúlla desde los rincones donde solías compartir tu cuerpo con ella, en el silencio de los momentos que hasta entonces ocupabais. Los recuerdos giran en tu cabeza como una bailarina encerrada en una caja, y la luz que brillaba entonces te parece tan dulce tan suave que sientes haber vivido en una época dorada, que ahora no es más que óxido. El mono aúlla y se golpea el pecho por las noches cuando yaces en tu cama, espantando así al sueño. Estas jodido, pequeño. Pero llegado un momento, el mono se va, y te deja solo, preguntándote si no era mejor cuando la necesidad chillaba en la cabeza, porque al menos la oías de esa manera, al menos compartías ese desgarrador sentimiento de impotencia con su nombre. Y aprendes a vivir con esta soledad como nueva compañera de piso. Vuelves a tener ropa tirada en el baño, pero esta vez es tuya, y ya no te parece tan malo.

Felicidades pequeño, has superado tu adicción. Suenen trompetas y caigan serpentinas del cielo como kamikazes pintados de rosa. Ahora te toca decidir cómo te sientes, ¿Satisfecho por lo logrado? ¿Orgulloso de la entereza mostrada? ¿Feliz por la victoria? O jodido por lo que has perdido.

Ah, la tolerancia. Es curioso porque uno de sus síntomas finales no es otro que la desapetencia. Lo que antes te provocaba orgasmos ahora te produce rechazos. Te sientes como un hígado judío trasplantado en un nazi, asqueado. Su sola presencia te revuelve las tripas, y la negarás tres, cuatro…. Las veces que haga falta hasta que te lo creas. Hasta que todo el mundo se lo crea.

Y tú dirás: ‘’Vaya, parece que lo he logrado…’’ Serás un hombre nuevo, tan libre. Lo mejor de ti expuesto a la sociedad, ahora puedes relatar tu dura historia de superación, dar consejos, cuñadear lo que quieras, dejar que te alaben como a un mesías. Eso mola, ¿eh? Sí, disfrútalo como recompensa para tu esfuerzo. Pero has de saber una última cosa, un último apunte de este folleto sobre las adicciones. Nunca dejarás de ser un yonqui. Ya has firmado ese contrato y la tinta no se puede borrar, entraste en el filum de Homo adictus y ahí has hecho tu casa.

 Y todo el mundo recae. Sales una noche, tomas un par de copas, un encontronazo con ella en un bar, o discoteca, o donde coño sea, y no puedes evitar dejarle entrar. Al final todo tu esfuerzo no sirve para nada, y acabas donde empezaste, igual que Robin Williams. Al menos entonces ten los huevos que él tuvo y cuélgate, porque así no podrá volver a hacerte daño.

azul como el mar

Beber con Disney. Crecer huyendo del lobo de tu cuarto por el palacio con suelos de mármol binario, uno negro uno blanco, uno entero uno en ...