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Qué jodidamente absurdo eres.
Matilda aspira una detenida calada a su cigarrillo largo y
mentolado y deja escapar corazones de humo rosa. Con su denso flequillo
esparcido por la porcelana de su frente. Acomoda sus piernas en el alféizar y
la tela de sus mallas hacer ruiditos de placer. Otra calada.
Yo me encojo de hombros. Mi cigarro es negro y corto, el
humo denso y fuerte bailotea tras los cristales tintados de mis gafas. Un par
de copos de ceniza son arrastrados por la brisa y caen en las mangas de mi
abrigo. Las sacudo. Matilda no lleva abrigo. Su delgado jersey claro parecer
serle suficiente protección contra el invierno. Claro que para qué iba a querer
protegerse, si su piel es pura nieve. Matilda vuelve a revolverse sobre la
rugosa superficie del alféizar, mira al horizonte, a esas montañas de acero y
ladrillo tras las que se esconde el sol. Las chimeneas recortan en negro sus
figuras sobre la sanguinolenta superficie de ese reloj gigante que cuelga del
techo aún azul, y a la vez ya negro y cuajado de estrellas. Matilda mira y su
nariz respinga más de lo habitual. Como si quisiera llamar la atención de sus
ojos, ese par de canicas marrones que abriga con capas y capas de maquillaje
oscuro. Matilda; oh, mi Matilda.
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¿Sabías que a pesar de todos sus años, el
nuestro sigue siendo un Sol joven? No es más que un niño, un infante que nos
mira desde fuera, como si nuestra vida no fuese más que un programa de dibujos
en una televisión redonda…
Matilda suele hacer ese tipo de preguntas. Preguntas que le
llevan a darme una respuesta que ella ha conseguido sola, sin más ayuda que su
propio esfuerzo. Me las regala sin pedir nada a cambio, sin ni siquiera esperar
a que sea yo quien las pida. Me las da porque sí. Por si algún día eso me llega
a interesar. Yo me encojo de hombros. Y Matilda sigue mirando a lo lejos, con
los ojos entrecerrados por esos últimos rayos de sol que ofrece el día.
Sé que cuando esa enorme bombilla se haya apagado totalmente
seguiremos un rato así, sin movernos. Dejando escapar nuestros pensamientos en
forma de humo, sin necesidad de palabras de ningún tipo. Ella será nieve
brillando a la luz de la luna, y yo seré la oscuridad en las paredes de
ladrillo. Como cada noche.
A Matilda no le gusta dormir. Nunca le he visto hacerlo. Eso
no demuestra que no le guste, solo que no le gusta hacerlo de noche. O que no
le gusta hacerlo conmigo. Lo sé. Y sin embargo sé que no le gusta. Tal vez me
lo ha dicho alguna vez, tal vez lo ha lanzado al aire en forma de humo, y yo
supe leerlo antes de que se deshiciera en la tarde. O quizás lo he visto en sus
ojos. No lo sé. Cuando yo llego al portal, el sol ya ha empezado a despedirse
del Este, y allí está ella mirándome con esos ojos de madera nueva desde arriba
de las escaleras. Sus pies balanceándose muertos entre los barrotes de la barandilla.
Me espera. No sé qué hacía antes de llegar yo, ni lo que hará cuando me vaya.
Tampoco me importa. Tal vez no haga nada, tal vez no exista. A lo mejor
únicamente existe cuando estoy yo, y desaparece en el no ser en cuanto pongo un
pie fuera de ese feo edificio que es todo su cosmos. Tal vez ni siquiera exista
ahora. Nunca he oído a nadie hablar de ella, o llamarla desde el rellano. Nunca
le he visto hablar con nadie, ni beber agua, ni comer; sólo fumar. Fumar y
regalarme sus respuestas. No sé si respira o no. ¿Tendrá pulmones bajo esa piel
nívea? ¿Huesos, venas…? Me da miedo preguntarle, me da miedo que al estallido
de la primera sílaba en mi boca desaparezca, que las perturbaciones en el
espacio de esa primera y fonética onda mecánica la hagan vibrar como si fuera
un reflejo en el agua, y su figura se desdibuje de mis pupilas para siempre. Hablar
con ella es como hablar en sueños, se hace sin mover los labios. Te oyes
masticar las palabras en tu cabeza, pero no salen de tu boca; hablas atrapando
tus ideas entre comillas. Si no tienes comillas a mano, puedes ponerlas en
cursiva. O eso me dijo ella una vez. O
eso me dijo ella una vez, digo.
Matilda se gira hacia mí ahora, y me mira no fijamente. Lo contrario
de fijamente. Me mira sin apartar los ojos de mí, pero los veo balancearse con
suavidad dentro de sus pupilas. A la derecha, a la izquierda, o hacia atrás.
Matilda no me quiere. Matilda no puede quererme. Cómo va a quererte alguien que
no existe. No es que no pueda quererte; eso sí puede. O podría; si existiera.
No es algo que este en su mano hacer, por eso no es culpa suya. Si le dejaran,
yo sé que me querría, a su manera silenciosa y solitaria. ¿Me querrías tú,
Matilda? ¿Lo harías? Matilda se lleva
el cigarrillo a los labios rojos, que parecen un pedazo olvidado de aquel sol
que acabamos de perder. Lo aprieta y respira, mientras las arañas de la noche tejen
telas negras bajo sus pómulos y ella las rompe cuando libera el cigarrillo de
la presa de su boca. Y entonces exhala una nube de humo rosa hacia mi rostro,
densa, enormemente pesada. Tan pesada que antes de llegar a mi nariz se pone a
llover, hacia abajo, hacia la calle. Las gotas son pequeños hilos rosas que
caen despacio como serpentinas. Caen a su estilo, sin entender de la gravedad,
o del viento, o de los colores oscuros obligatorios que impone la noche a sus
hijos. La nube más baja de la ciudad impacta contra mi rostro y me envuelve la
cara. Se cuela por debajo de mis gafas tintadas y las destiñe, haciendo que
goteen en mi abrigo. Gotas negras como petróleo, negro sobre negro. Cuando el
vapor rosa desaparece mis gafas son transparentes como el agua, y tras ellas
Matilda me mira, más pálida que la luna. Me mira y no sonríe. Porque no puede. Pero
yo sé que está feliz. Y yo sonrío por los dos.
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¿Cómo puede alguien saber, si existe?
Si te llegan los periódicos a casa. Si el lechero gasta de
su tiempo en tu puerta. Si existen cartas dirigidas a ti. Si alguien en el
mundo necesita algo de ti. Entonces sabes que existes. O eso creo yo. Matilda lanza la colilla contra la noche, pero ella
la esquiva y la vemos caer al suelo de los hombres. Matilda vive en este mismo
bloque. O eso creo yo. Que al mismo tiempo que le doy existencia a ella cuando
estoy aquí también construyo una casa y una mesa, y un lechero, y un edredón
que le ayude a derretir la nieve en su piel. Una puerta llamada 3B aparece al
lado de mi 3A cada vez que subo las escaleras. Cuando no estoy sólo existe un
triste 3. O tal vez no. Ahora sólo estamos ella y yo. Ella, yo, esta terraza y
sus cigarrillos rosas. El humo no es más que un producto secundario de mi
alucinación.
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¿Cómo puede alguien saber, si quiere existir?
Matilda ya tiene otro cigarrillo entre los labios, y otra
pregunta entre los ojos. Donde nacen las cejas tiene un agujero, lleno de
signos de interrogación como lunares. Cómo puede alguien saber que quiere
existir si no ha probado antes la inexistencia. Tal vez Matilda sí lo haya hecho. De ahí su
pregunta. Quizá no le gusta existir, y piensa que yo soy el culpable, igual
está mejor cuando no estoy. No lo sé. Para eso no tengo respuesta. Saco otro
cigarrillo de la pechera de mi abrigo y lo sostengo entre mis manos. Matilda ha
cruzado las piernas y ahora parece sentada sobre una mariposa negra. Ya no mira
hacia el horizonte, ahí solo queda oscuridad. Ahora levanta su ligerísima
barbilla y clava los ojos en el cielo. Su garganta es un tobogán de seda que
desaparece en el jersey que ya no es tan claro. Los colores son como la gente,
cuando les da la luz son de color claro, pero en cuanto llega la oscuridad se
convierten en una versión apagada de los mismos. El ascua de mi cigarro
burbujea con cada calada. Matilda me mira. No como antes. Ahora casi parece ser
real, existir con un brillo animal en la mirada. Matilda late.
Asiento con la cabeza. Se hace tarde. Se hace tarde. Dejo morir la colilla en la ausencia tras la
azotea. Abro la puerta de metal verde, que ya no es verde, y comienzo a bajar
los escalones de madera. Matilda sigue sentada mirando al techo de diamantes,
como una mariposa a punto de echarse a volar. Sé que no me seguirá, se quedará
clavada en la noche, bajo su jersey que ahora no tiene color. Con un cigarrillo
rosa en los labios y el maquillaje oscuro de sus párpados protegiendo sus ojos
cerrados. Respirando. Si es que acaso la nieve respira. También sé que en el momento
en que la puerta se cierre tras de mí ella desaparecerá, dejará de existir para
el mundo. A Matilda nunca le llegan
cartas. Yo nunca le he visto abrir una, y aunque eso no demuestra nada, tampoco
he visto botellas de leche en su portal. Porqué sé que esa puerta junto a la
mía no da a ninguna parte. No es más que una lámina de madera verde que gira
sin finalidad alguna. Una puerta tras la que vive un trozo de pared del rellano.
Y cuando vuelva mañana la encontrare como siempre esperándome desde lo alto de
las escaleras. Ansiando ese momento en el que puede existir. O tal vez no. No
lo sé. Nunca se lo he dicho. Nunca le he dicho nada. Mis palabras no abandonan
mi boca cuando estoy con ella, de entre mis dientes sólo sale el humo.
Y llego a mi puerta vieja y verde, que pone 3A, y bajo
la cual nunca hay cartas. Tampoco leche. Pero estoy yo, aunque nunca se oigan
mis palabras; aunque nadie diga mi nombre.