jueves, 22 de febrero de 2018

Matilda


-          Qué jodidamente absurdo eres.

Matilda aspira una detenida calada a su cigarrillo largo y mentolado y deja escapar corazones de humo rosa. Con su denso flequillo esparcido por la porcelana de su frente. Acomoda sus piernas en el alféizar y la tela de sus mallas hacer ruiditos de placer. Otra calada.

Yo me encojo de hombros. Mi cigarro es negro y corto, el humo denso y fuerte bailotea tras los cristales tintados de mis gafas. Un par de copos de ceniza son arrastrados por la brisa y caen en las mangas de mi abrigo. Las sacudo. Matilda no lleva abrigo. Su delgado jersey claro parecer serle suficiente protección contra el invierno. Claro que para qué iba a querer protegerse, si su piel es pura nieve. Matilda vuelve a revolverse sobre la rugosa superficie del alféizar, mira al horizonte, a esas montañas de acero y ladrillo tras las que se esconde el sol. Las chimeneas recortan en negro sus figuras sobre la sanguinolenta superficie de ese reloj gigante que cuelga del techo aún azul, y a la vez ya negro y cuajado de estrellas. Matilda mira y su nariz respinga más de lo habitual. Como si quisiera llamar la atención de sus ojos, ese par de canicas marrones que abriga con capas y capas de maquillaje oscuro. Matilda; oh, mi Matilda.

-          ¿Sabías que a pesar de todos sus años, el nuestro sigue siendo un Sol joven? No es más que un niño, un infante que nos mira desde fuera, como si nuestra vida no fuese más que un programa de dibujos en una televisión redonda…

Matilda suele hacer ese tipo de preguntas. Preguntas que le llevan a darme una respuesta que ella ha conseguido sola, sin más ayuda que su propio esfuerzo. Me las regala sin pedir nada a cambio, sin ni siquiera esperar a que sea yo quien las pida. Me las da porque sí. Por si algún día eso me llega a interesar. Yo me encojo de hombros. Y Matilda sigue mirando a lo lejos, con los ojos entrecerrados por esos últimos rayos de sol que ofrece el día.

Sé que cuando esa enorme bombilla se haya apagado totalmente seguiremos un rato así, sin movernos. Dejando escapar nuestros pensamientos en forma de humo, sin necesidad de palabras de ningún tipo. Ella será nieve brillando a la luz de la luna, y yo seré la oscuridad en las paredes de ladrillo. Como cada noche.

A Matilda no le gusta dormir. Nunca le he visto hacerlo. Eso no demuestra que no le guste, solo que no le gusta hacerlo de noche. O que no le gusta hacerlo conmigo. Lo sé. Y sin embargo sé que no le gusta. Tal vez me lo ha dicho alguna vez, tal vez lo ha lanzado al aire en forma de humo, y yo supe leerlo antes de que se deshiciera en la tarde. O quizás lo he visto en sus ojos. No lo sé. Cuando yo llego al portal, el sol ya ha empezado a despedirse del Este, y allí está ella mirándome con esos ojos de madera nueva desde arriba de las escaleras. Sus pies balanceándose muertos entre los barrotes de la barandilla. Me espera. No sé qué hacía antes de llegar yo, ni lo que hará cuando me vaya. Tampoco me importa. Tal vez no haga nada, tal vez no exista. A lo mejor únicamente existe cuando estoy yo, y desaparece en el no ser en cuanto pongo un pie fuera de ese feo edificio que es todo su cosmos. Tal vez ni siquiera exista ahora. Nunca he oído a nadie hablar de ella, o llamarla desde el rellano. Nunca le he visto hablar con nadie, ni beber agua, ni comer; sólo fumar. Fumar y regalarme sus respuestas. No sé si respira o no. ¿Tendrá pulmones bajo esa piel nívea? ¿Huesos, venas…? Me da miedo preguntarle, me da miedo que al estallido de la primera sílaba en mi boca desaparezca, que las perturbaciones en el espacio de esa primera y fonética onda mecánica la hagan vibrar como si fuera un reflejo en el agua, y su figura se desdibuje de mis pupilas para siempre. Hablar con ella es como hablar en sueños, se hace sin mover los labios. Te oyes masticar las palabras en tu cabeza, pero no salen de tu boca; hablas atrapando tus ideas entre comillas. Si no tienes comillas a mano, puedes ponerlas en cursiva. O eso me dijo ella una vez. O eso me dijo ella una vez, digo.

Matilda se gira hacia mí ahora, y me mira no fijamente. Lo contrario de fijamente. Me mira sin apartar los ojos de mí, pero los veo balancearse con suavidad dentro de sus pupilas. A la derecha, a la izquierda, o hacia atrás. Matilda no me quiere. Matilda no puede quererme. Cómo va a quererte alguien que no existe. No es que no pueda quererte; eso sí puede. O podría; si existiera. No es algo que este en su mano hacer, por eso no es culpa suya. Si le dejaran, yo sé que me querría, a su manera silenciosa y solitaria. ¿Me querrías tú, Matilda? ¿Lo harías? Matilda se lleva el cigarrillo a los labios rojos, que parecen un pedazo olvidado de aquel sol que acabamos de perder. Lo aprieta y respira, mientras las arañas de la noche tejen telas negras bajo sus pómulos y ella las rompe cuando libera el cigarrillo de la presa de su boca. Y entonces exhala una nube de humo rosa hacia mi rostro, densa, enormemente pesada. Tan pesada que antes de llegar a mi nariz se pone a llover, hacia abajo, hacia la calle. Las gotas son pequeños hilos rosas que caen despacio como serpentinas. Caen a su estilo, sin entender de la gravedad, o del viento, o de los colores oscuros obligatorios que impone la noche a sus hijos. La nube más baja de la ciudad impacta contra mi rostro y me envuelve la cara. Se cuela por debajo de mis gafas tintadas y las destiñe, haciendo que goteen en mi abrigo. Gotas negras como petróleo, negro sobre negro. Cuando el vapor rosa desaparece mis gafas son transparentes como el agua, y tras ellas Matilda me mira, más pálida que la luna. Me mira y no sonríe. Porque no puede. Pero yo sé que está feliz. Y yo sonrío por los dos.

-          ¿Cómo puede alguien saber, si existe?

Si te llegan los periódicos a casa. Si el lechero gasta de su tiempo en tu puerta. Si existen cartas dirigidas a ti. Si alguien en el mundo necesita algo de ti. Entonces sabes que existes. O eso creo yo. Matilda lanza la colilla contra la noche, pero ella la esquiva y la vemos caer al suelo de los hombres. Matilda vive en este mismo bloque. O eso creo yo. Que al mismo tiempo que le doy existencia a ella cuando estoy aquí también construyo una casa y una mesa, y un lechero, y un edredón que le ayude a derretir la nieve en su piel. Una puerta llamada 3B aparece al lado de mi 3A cada vez que subo las escaleras. Cuando no estoy sólo existe un triste 3. O tal vez no. Ahora sólo estamos ella y yo. Ella, yo, esta terraza y sus cigarrillos rosas. El humo no es más que un producto secundario de mi alucinación.

-          ¿Cómo puede alguien saber, si quiere existir?

Matilda ya tiene otro cigarrillo entre los labios, y otra pregunta entre los ojos. Donde nacen las cejas tiene un agujero, lleno de signos de interrogación como lunares. Cómo puede alguien saber que quiere existir si no ha probado antes la inexistencia.  Tal vez Matilda sí lo haya hecho. De ahí su pregunta. Quizá no le gusta existir, y piensa que yo soy el culpable, igual está mejor cuando no estoy. No lo sé. Para eso no tengo respuesta. Saco otro cigarrillo de la pechera de mi abrigo y lo sostengo entre mis manos. Matilda ha cruzado las piernas y ahora parece sentada sobre una mariposa negra. Ya no mira hacia el horizonte, ahí solo queda oscuridad. Ahora levanta su ligerísima barbilla y clava los ojos en el cielo. Su garganta es un tobogán de seda que desaparece en el jersey que ya no es tan claro. Los colores son como la gente, cuando les da la luz son de color claro, pero en cuanto llega la oscuridad se convierten en una versión apagada de los mismos. El ascua de mi cigarro burbujea con cada calada. Matilda me mira. No como antes. Ahora casi parece ser real, existir con un brillo animal en la mirada. Matilda late.

Asiento con la cabeza. Se hace tarde. Se hace tarde. Dejo morir la colilla en la ausencia tras la azotea. Abro la puerta de metal verde, que ya no es verde, y comienzo a bajar los escalones de madera. Matilda sigue sentada mirando al techo de diamantes, como una mariposa a punto de echarse a volar. Sé que no me seguirá, se quedará clavada en la noche, bajo su jersey que ahora no tiene color. Con un cigarrillo rosa en los labios y el maquillaje oscuro de sus párpados protegiendo sus ojos cerrados. Respirando. Si es que acaso la nieve respira. También sé que en el momento en que la puerta se cierre tras de mí ella desaparecerá, dejará de existir para el mundo.  A Matilda nunca le llegan cartas. Yo nunca le he visto abrir una, y aunque eso no demuestra nada, tampoco he visto botellas de leche en su portal. Porqué sé que esa puerta junto a la mía no da a ninguna parte. No es más que una lámina de madera verde que gira sin finalidad alguna. Una puerta tras la que vive un trozo de pared del rellano. Y cuando vuelva mañana la encontrare como siempre esperándome desde lo alto de las escaleras. Ansiando ese momento en el que puede existir. O tal vez no. No lo sé. Nunca se lo he dicho. Nunca le he dicho nada. Mis palabras no abandonan mi boca cuando estoy con ella, de entre mis dientes sólo sale el humo.
Y llego a mi puerta vieja y verde, que pone 3A, y bajo la cual nunca hay cartas. Tampoco leche. Pero estoy yo, aunque nunca se oigan mis palabras; aunque nadie diga mi nombre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

azul como el mar

Beber con Disney. Crecer huyendo del lobo de tu cuarto por el palacio con suelos de mármol binario, uno negro uno blanco, uno entero uno en ...