Las noches que llueve no me apetece nada quedarme en casa.
No es que haya goteras, ni nada por el estilo. Lo único que hay dentro es gente,
y por ese motivo estoy yo fuera. Las noches que llueve salgo a que me dé el
agua en la cara, que la lluvia rebote en mis hombros como llamando mi atención.
Para mí, los días que llueve son días de ver las cosas, de fijarme con atención
me refiero. El humo es más denso y escapa entre mis dientes como mantas de
algodón gris, el ascua de mi cigarro brilla mucho más, mucho más lejos.
Las luces de las farolas se reflejan en los charcos y en las
aceras mojadas, como rápidos bocetos desdibujados de la realidad. Speedpainting se llama, colores volando
a altas velocidades sobre el lienzo. Otro mundo en que no existen líneas
rectas, sólo manchas difuminadas, y ondulantes esquinas de edificios. La perfección
de la curva praxiteliana en todas las siluetas que cruzan las calles escondidos
bajo paraguas negros. El arte de una minúscula gota colgando de tus pestañas,
como un tobogán afilado por donde lanzarse al vacío del invierno.
Los días que llueve no quiero dejar de respirar ese aire
húmedo que penetra hasta lo más recóndito de mi memoria. Porque esos son mis
mejores recuerdos, los que supuran lluvia de Bilbao por sus paredes de carne.
Me he criado en una acera mojada y los charcos siempre fueron mis hermanos. La
lluvia en el tejado de mi casa convierte las tejas en teclas de un piano que
toca Noviembre una y otra vez. Aquí
siempre llueve sobre mojado, y es perfecto. Ver los chapoteos de las gotas de
cielo en la ría, cómo saltan y bailan sobre las dunas azules sin flotar, pues
quién querría ser barco cuando puedes volar por debajo como un pez. Volar sin
alas, como cuando corres con los brazos extendidos y la lluvia te besa las
mejillas. Madre lluvia, siempre ansiosa por tocarnos, abrazarnos y hacernos
crecer rodeados de su voz.
Me gusta cuando las gotas pasan frente a los semáforos y se
disfrazan de rojo, de verde, de naranja cuando las viejas farolas las observan
caer. Multitud de colores y luces, como una gigantesca sala de conciertos donde
siempre hay música sonando, donde el público se estrella contra el suelo una y
otra vez con cada nota que estalla. Y hay más luces cuando miras hacia arriba,
una luz por cada gota que cae, una luz por cada estrella que está colgada del
techo nocturno, infinitas bombillas que soñaron con ser astronautas y se
lanzaron al espacio.
Quién no ha sentido su mundo explotar cuando es de
noche en invierno, y llueve sin nubes.
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