Nos miramos a través del humo que empapa la habitación.
Fluye por el techo como un espumoso río gris en el que pescamos boca abajo. Sin
cañas, nos basta lanzar hilos de cenizas desde el filtro del cigarro para cazar
los recuerdos que nadan como carpas plateadas sobre mi cabeza.
Podríamos pasar así horas. Puede que ya las hayamos pasado.
O puede que estén pasando ahora mismo. El tiempo nunca tuvo demasiado
significado cuando estábamos juntos. Los relojes cerraban su único parpado y
quedaban dormidos sobre nuestras muñecas cuando empezábamos a contarnos
historias. Las tuyas siempre fueron mejores. Siempre sabías cómo sorprenderme,
como encender todas las bombillas en mi cabeza; siempre elegías el momento
perfecto para matar al héroe. Tenías debilidad por los finales trágicos, y sin
embargo los hacías tan sumamente bellos, que parecían sonreír al final mientras
se desangraban en tus labios. Salían de tu boca como bloques de construcción;
las palabras me refiero, como piezas de un puzle que yo iba construyendo para
formar la historia. Empezaba por la esquina derecha, pero no sé cómo siempre me
quedaba corto de piezas, y acababa encajándolas sin seguir el patrón, forzando
las esquinas y juntando aberturas con aberturas para crear orificios en la
superficie de plástico dorado. Parecía que lo habían cosido a balazos. Pero tú
no te quejabas, te daba igual. Seguías narrando con esa voz espesa, que era tan
densa que yo podía verla caer desde tu boca hacia el suelo donde nos sentábamos
y extenderse sobre él sin tocarlo, como si guardaras nitrógeno líquido en el
interior de tus pulmones. Como si por tus venas sólo fluyera el tóxico. Siempre
tuviste debilidad por lo tóxico. Eras la calavera de las etiquetas, está sonriendo, ¿sabes? Eso significa que es
feliz. Eso decías refiriéndote a ella, y antes de dar un trago a la muerte.
Poquito a poco. Siempre a sorbos. Demasiada de esa felicidad que decías ver
puede ser mala, demasiada muerte. Pero no todos los que sonríen son felices,
querido amigo. Sonríe más el infeliz que el feliz. Tiene más motivos para
hacerlo.
Nos metías en situación como se mete la nicotina en tu
cuerpo, desgarrando tejido. Éramos en total cuatro; los tres perros de siempre,
y una botella hacía de bailarina en aquel cabaret de polvo y madera rota. De
sofás viejos y luz polarizada atrapando el polvo en sus cabellos. Qué crudo.
Pero eso era perfecto. En cuento nuestros pies se posaban sobre las desgastadas
maderas del suelo dejábamos de ser niños, y entrábamos en un limbo sin edad,
sin responsabilidades, sin objetivos. Todo era calma, y el único ruido que
podía oírse eran tus dientes masticando las palabras. El pastor irreverente de
nuestra congregación de apóstatas entumecidos. Cuántas veces nos sermoneaste
contra la fe ciega y la obediencia. Y cómo bebíamos de tus palabras como si
preceptos sagrados fueran, escribiendo nuestras biblias con ascuas y gotas de
alcohol. Encuadernadas con nuestra propia piel. Cosidas con las elásticas venas
que extraíamos de nuestro cuerpo por los ojos. Oh tú, Ministro de lo prohibido.
Nos ofreciste la vida eterna que se esconde debajo de las piedras más sucias
del campo, donde anidan los gusanos. Tan fácil de alcanzar, a tan bajo costo. Orábamos
en el suelo como los animales, aquellos versos que en tu voz eran prosa. Prosa
y humo. Doctrina de aquellos que no saben vivir.
Te levantas como lo hace el viento las noches sin luna. Con
el único aviso de la tela al rasgar el aire. De pie y a contraluz, el sol te
corona como nuestro mesías de pelo oscuro y sonrisa rota, y las carpas del
techo aletean furiosas, reconociendo tu peligro. La efigie de un emperador; en
la derecha una botella vacía deja atravesar al sol su cuerpo opaco, en la
izquierda un cigarro en eterna combustión; tan de súbito, tan de repente, creas
un ecce homo profano. Aquel Peter Pan
que nos contaba cuentos. Aquel héroe que siempre moría en sus historias.