miércoles, 21 de marzo de 2018

Seguir corriendo


Se puede correr. No es algo imposible, sólo inútil.

Inútil como intentar cazar el sol.

Las suelas de sus zapatos se hunden en la arena y la elevan hasta casi rozar ese cielo azul despejado cada vez que se impulsa hacia delante. Los brazos parecen agarrar el aire frente a ellos, lo que sea por avanzar un poco más rápido. Su chaqueta brilla al sol y se hincha con el viento costero, como una gaviota de tela vaquera que aletea a ras de la playa. Como una diana perfecta. No mira hacia atrás. Si lo hiciera me estaría viendo a mí. Me estaría viendo mirarle, y por ende nos miraríamos. Hacen falta dos personas para mirarse, al igual que tres ya son demasiadas. Sólo dos personas pueden realmente mirarse, sólo dos personas son capaces de hacerse el amor, sólo dos personas caben en una misma mente. Y dos éramos, un eterno uno más uno en la parte de atrás de aquel coche restando el mismo oxígeno que compartíamos. El sol atravesaba el polvo depositado en el parabrisas como una playa artificial hecha con aire robado, no era nuestro. Nada que no estuviera dentro de esas cuatro paredes de chapa vieja nos pertenecía, pero dentro; oh, dentro era todo nuestro. El cuero de los asientos era parte de nuestra piel, el volante lo habían pulido mis falanges y el espejo retrovisor era un admirador de su mirada dulce de ojos marrones. Nunca he visto reír al viento tanto como cuando correteaba entre su pelo, y las puestas de sol eran más brillantes si las veía reflejadas en sus pupilas. Como una bala hueca flotábamos encima del asfalto. No hacían falta zapatos dentro de aquel coche. Sólo café, y cigarrillos amontonados en el cenicero. Una pistola en la guantera. Un mapa de carretera con los bordes amarillos y los nombres de las ciudades emborronados; pero eso no importaba, pues siempre nos dio igual a dónde ir, la idea era no llegar nunca. Sólo queríamos un poco de sol, algo de aire fresco y el aire haciendo un puente de viento entre sus labios y los míos. Pura droga sin cortar. Nunca he visto el mundo tan lúcido y resplandeciente, como bañado en oro, no sé qué era aquello. Creo que era por el olor del aire seco que había traído el verano, o por el saxofón que escapaba de la radio. Miento. Claro que sé por qué era. Era por el ruido que hacía ella al respirar. Por cómo pestañeaba revolviendo los rayos de sol en sus pestañas, atrapándolos en el embrujo de sus párpados.

Nunca olvidaré aquellos días de carretera. Ni todo el aguacero de esta ciudad gris podrá arrastrar ese recuerdo al remolino del olvido. Antes me hundiré en el lodo mientras duermo.

Y ella sigue corriendo, con las alas que nunca le dieron las nubes donde ambos hemos crecido, que sólo nos regalaron sábanas con las que hacernos sepultura. Corre como nunca la había visto hacer antes. Robando la adictiva libertad escondida en el aire, en el olor a mar, en toda la arena que hace flotar como tornados por sus pies. Yo la miro y ella corre; y así se podría decir que ambos corremos

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