Se puede correr. No es algo imposible, sólo inútil.
Inútil como intentar cazar el sol.
Las suelas de sus zapatos se hunden en la arena y la elevan
hasta casi rozar ese cielo azul despejado cada vez que se impulsa hacia
delante. Los brazos parecen agarrar el aire frente a ellos, lo que sea por
avanzar un poco más rápido. Su chaqueta brilla al sol y se hincha con el viento
costero, como una gaviota de tela vaquera que aletea a ras de la playa. Como
una diana perfecta. No mira hacia atrás. Si lo hiciera me estaría viendo a mí.
Me estaría viendo mirarle, y por ende nos
miraríamos. Hacen falta dos personas para mirarse, al igual que tres ya son
demasiadas. Sólo dos personas pueden realmente mirarse, sólo dos personas son
capaces de hacerse el amor, sólo dos personas caben en una misma mente. Y dos
éramos, un eterno uno más uno en la parte de atrás de aquel coche restando el
mismo oxígeno que compartíamos. El sol atravesaba el polvo depositado en el
parabrisas como una playa artificial hecha con aire robado, no era nuestro.
Nada que no estuviera dentro de esas cuatro paredes de chapa vieja nos
pertenecía, pero dentro; oh, dentro era todo nuestro. El cuero de los asientos
era parte de nuestra piel, el volante lo habían pulido mis falanges y el espejo
retrovisor era un admirador de su mirada dulce de ojos marrones. Nunca he visto
reír al viento tanto como cuando correteaba entre su pelo, y las puestas de sol
eran más brillantes si las veía reflejadas en sus pupilas. Como una bala hueca flotábamos
encima del asfalto. No hacían falta zapatos dentro de aquel coche. Sólo café, y
cigarrillos amontonados en el cenicero. Una pistola en la guantera. Un mapa de
carretera con los bordes amarillos y los nombres de las ciudades emborronados;
pero eso no importaba, pues siempre nos dio igual a dónde ir, la idea era no
llegar nunca. Sólo queríamos un poco de sol, algo de aire fresco y el aire
haciendo un puente de viento entre sus labios y los míos. Pura droga sin cortar. Nunca he visto el mundo tan lúcido y
resplandeciente, como bañado en oro, no sé qué era aquello. Creo que era por el
olor del aire seco que había traído el verano, o por el saxofón que escapaba de
la radio. Miento. Claro que sé por qué era. Era por el ruido que hacía ella al
respirar. Por cómo pestañeaba revolviendo los rayos de sol en sus pestañas,
atrapándolos en el embrujo de sus párpados.
Nunca olvidaré aquellos días de carretera. Ni todo el
aguacero de esta ciudad gris podrá arrastrar ese recuerdo al remolino del
olvido. Antes me hundiré en el lodo mientras duermo.
Y ella sigue corriendo, con las alas que nunca le dieron las
nubes donde ambos hemos crecido, que sólo nos regalaron sábanas con las que
hacernos sepultura. Corre como nunca la había visto hacer antes. Robando la
adictiva libertad escondida en el aire, en el olor a mar, en toda la arena que
hace flotar como tornados por sus pies. Yo la miro y ella corre; y así se podría
decir que ambos corremos
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