lunes, 26 de marzo de 2018

Recuerdos


Nos miramos a través del humo que empapa la habitación. Fluye por el techo como un espumoso río gris en el que pescamos boca abajo. Sin cañas, nos basta lanzar hilos de cenizas desde el filtro del cigarro para cazar los recuerdos que nadan como carpas plateadas sobre mi cabeza.

Podríamos pasar así horas. Puede que ya las hayamos pasado. O puede que estén pasando ahora mismo. El tiempo nunca tuvo demasiado significado cuando estábamos juntos. Los relojes cerraban su único parpado y quedaban dormidos sobre nuestras muñecas cuando empezábamos a contarnos historias. Las tuyas siempre fueron mejores. Siempre sabías cómo sorprenderme, como encender todas las bombillas en mi cabeza; siempre elegías el momento perfecto para matar al héroe. Tenías debilidad por los finales trágicos, y sin embargo los hacías tan sumamente bellos, que parecían sonreír al final mientras se desangraban en tus labios. Salían de tu boca como bloques de construcción; las palabras me refiero, como piezas de un puzle que yo iba construyendo para formar la historia. Empezaba por la esquina derecha, pero no sé cómo siempre me quedaba corto de piezas, y acababa encajándolas sin seguir el patrón, forzando las esquinas y juntando aberturas con aberturas para crear orificios en la superficie de plástico dorado. Parecía que lo habían cosido a balazos. Pero tú no te quejabas, te daba igual. Seguías narrando con esa voz espesa, que era tan densa que yo podía verla caer desde tu boca hacia el suelo donde nos sentábamos y extenderse sobre él sin tocarlo, como si guardaras nitrógeno líquido en el interior de tus pulmones. Como si por tus venas sólo fluyera el tóxico. Siempre tuviste debilidad por lo tóxico. Eras la calavera de las etiquetas, está sonriendo, ¿sabes? Eso significa que es feliz. Eso decías refiriéndote a ella, y antes de dar un trago a la muerte. Poquito a poco. Siempre a sorbos. Demasiada de esa felicidad que decías ver puede ser mala, demasiada muerte. Pero no todos los que sonríen son felices, querido amigo. Sonríe más el infeliz que el feliz. Tiene más motivos para hacerlo.

Nos metías en situación como se mete la nicotina en tu cuerpo, desgarrando tejido. Éramos en total cuatro; los tres perros de siempre, y una botella hacía de bailarina en aquel cabaret de polvo y madera rota. De sofás viejos y luz polarizada atrapando el polvo en sus cabellos. Qué crudo. Pero eso era perfecto. En cuento nuestros pies se posaban sobre las desgastadas maderas del suelo dejábamos de ser niños, y entrábamos en un limbo sin edad, sin responsabilidades, sin objetivos. Todo era calma, y el único ruido que podía oírse eran tus dientes masticando las palabras. El pastor irreverente de nuestra congregación de apóstatas entumecidos. Cuántas veces nos sermoneaste contra la fe ciega y la obediencia. Y cómo bebíamos de tus palabras como si preceptos sagrados fueran, escribiendo nuestras biblias con ascuas y gotas de alcohol. Encuadernadas con nuestra propia piel. Cosidas con las elásticas venas que extraíamos de nuestro cuerpo por los ojos. Oh tú, Ministro de lo prohibido. Nos ofreciste la vida eterna que se esconde debajo de las piedras más sucias del campo, donde anidan los gusanos. Tan fácil de alcanzar, a tan bajo costo. Orábamos en el suelo como los animales, aquellos versos que en tu voz eran prosa. Prosa y humo. Doctrina de aquellos que no saben vivir.

Te levantas como lo hace el viento las noches sin luna. Con el único aviso de la tela al rasgar el aire. De pie y a contraluz, el sol te corona como nuestro mesías de pelo oscuro y sonrisa rota, y las carpas del techo aletean furiosas, reconociendo tu peligro. La efigie de un emperador; en la derecha una botella vacía deja atravesar al sol su cuerpo opaco, en la izquierda un cigarro en eterna combustión; tan de súbito, tan de repente, creas un ecce homo profano. Aquel Peter Pan que nos contaba cuentos. Aquel héroe que siempre moría en sus historias.

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