No fue sino rebuscando entre mis errores que encontré un
dolor parecido. Lo sostuve con cuidado a la altura de mis ojos, dándole vueltas
con los dedos, examinando a contraluz su rígida superficie; preguntándome qué
era aquello que me provocó las mismas sensaciones que anegaban mi mente esa
noche. Y entonces caí en la cuenta. Ya lo había hecho antes. El mismo error. La
misma caída en picado, el mismo impacto.
La misma piedra.
Había vuelto a tropezar con sus miradas. Me había vuelto a
caer. Por eso me sangraban las manos, y no podía evitar fijarme en la
familiaridad de las heridas, el conocido patrón de la sangre al gotear por mi
piel.
Y me reí.
Me reí alto y fuerte. Me reí de mí mismo, del absurdo
del hombre, de la ironía que es sentirse tan superior, para volver a cometer el
mismo fallo una y otra vez. Estamos destinados al error. Nunca llegamos a
aprender que si acercas la mano al fuego, te quemas. Que ya sé que es cálido,
que es brillante, que es tan hermoso que dan ganas de sostenerlo entre los
dedos. Pero te va a morder. Retiras la mano calcinada, rellena de un dolor
intenso, para darte cuenta con estupor que la otra ya la tenías vendada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario