Era una chica singular. Como la bala perdida de un tiroteo,
se estrellaba contra el cuerpo equivocado. Dolía igual, sin embargo. Con ese
ruido que hacía con sus tacones al andar, auténticas detonaciones controladas que te
hacían volver la cabeza al verla pasar. El juego de sus caderas con cada paso,
el balanceo de su pelo lamiendo su cintura, los besos que sus perfectos labios
le robaban al aire. Los duendes que asomaban la cabeza desde sus hoyuelos. Todo. Era suficiente para volver loco a
cualquiera.
Cuero, sobre sus hombros y hasta la cintura. Veías el
peligro tatuado en su sonrisa, goteando por su perfil. El aviso del nácar de
sus ojos, del color del lomo de un puma. Encendidos, como un incendio en
Navidad.
Era el tipo de chica que te hace girar la cabeza cuando entra
en el bar. Y sigues mirando aun cuando ya ha pasado por tu lado, para no
perderte el paisaje de su culo. Y ella lo sabía. Andaba con la seguridad de un
ángel, con el vicio del diablo colgado de su media sonrisa, con el infierno
ardiendo en el rojo de sus labios. Joder. Era verla y quemarte.
Caminó entre las mesas serpenteando con la elegancia de una
stripper. Yo la veía acercarse, con los ojos clavados en sus curvas. Se sentó
con una sonrisa cómplice frente a mí, volviéndome loco con el balanceo de un
rizo junto a su cuello de porcelana. La caña de cerveza en mi mano sudaba por
estar tan cerca de ese trozo perdido del sol. Ella me quitó el vaso de la mano
con un suave roce de nuestros dedos y una sonrisa traviesa. Dio un largo trago,
y retiró la espuma de sus labios pasándose su lengua de terciopelo carmesí. Si
hubiera tenido corazón, es probable que se me hubiera parado en ese instante.
Por suerte no era el caso. De ahí que un tipo como yo
estuviera compartiendo su birra con una chica como ella. Sin corazón no puedes
romperte. Le habrían hecho falta toneladas de ácido para corroer mi piel de
metal. Pero eso a ella le gustaba. Buscar las grietas de mi armadura, clavar
las uñas en los resquicios de mi pecho y hacer fuerza, no porque quisiera
entrar, sólo por curiosidad de si aguantaría.
Aunque sé que eso le frustraba. Le mataba la indecisión de
ver qué escondía dentro. Eso siempre se me ha dado demasiado bien, fingir que
soy algo más. Reputación. Todo se basa en aparentar, es como una máscara que me
pongo cada mañana para engañar al mundo. Como si estuviera en un programa de
protección de testigos, me aterra la idea de que alguien pueda reconocerme y
decir ‘’es débil’’. Como un Robert Capa adolescente.
A veces se frustra tanto que examina la cerradura en mi
rostro. La acaricia con sus largos y fríos dedos, con sus uñas pintadas de
sangre; a veces lo lame, rozando la brecha con sus labios, rozando los míos.
Besándome con la suavidad de una mentira, con el timbre de una verdad a medias.
Entonces siento derretirme. Siento el vacío en mi interior, y me dan ganas de
dejarle entrar para que pueda comprobarlo, ‘’mira, estoy hueco, no hay nada;
sólo buscabas una ilusión’’. Pero sé que hacerlo sería perderla. Y estoy
demasiado acostumbrado al repiquetear de sus uñas en mi armadura.
A veces me pide la llave. Lo hace tan dulce. Tan suave.
Finge lloriquear, con los ojos secos. Rebusca en mis bolsillos, en los agujeros
en mi piel, en el hueco que hay entre mis palabras. No puede encontrarla. No
pude porque no la tengo. Ya se la di. Cuando no miraba la dejé deslizar entre
sus omoplatos, la dejé pegada en la piel caliente de su cintura, en el único
sitio en el que yo sabía que nunca la iba a buscar. En ella.
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