domingo, 24 de diciembre de 2017

Tardes de humo y cerveza


Era una chica singular. Como la bala perdida de un tiroteo, se estrellaba contra el cuerpo equivocado. Dolía igual, sin embargo. Con ese ruido que hacía con sus tacones al andar,  auténticas detonaciones controladas que te hacían volver la cabeza al verla pasar. El juego de sus caderas con cada paso, el balanceo de su pelo lamiendo su cintura, los besos que sus perfectos labios le robaban al aire. Los duendes que asomaban la cabeza desde sus hoyuelos.  Todo. Era suficiente para volver loco a cualquiera.

Cuero, sobre sus hombros y hasta la cintura. Veías el peligro tatuado en su sonrisa, goteando por su perfil. El aviso del nácar de sus ojos, del color del lomo de un puma. Encendidos, como un incendio en Navidad.

Era el tipo de chica que te hace girar la cabeza cuando entra en el bar. Y sigues mirando aun cuando ya ha pasado por tu lado, para no perderte el paisaje de su culo. Y ella lo sabía. Andaba con la seguridad de un ángel, con el vicio del diablo colgado de su media sonrisa, con el infierno ardiendo en el rojo de sus labios. Joder. Era verla y quemarte.

Caminó entre las mesas serpenteando con la elegancia de una stripper. Yo la veía acercarse, con los ojos clavados en sus curvas. Se sentó con una sonrisa cómplice frente a mí, volviéndome loco con el balanceo de un rizo junto a su cuello de porcelana. La caña de cerveza en mi mano sudaba por estar tan cerca de ese trozo perdido del sol. Ella me quitó el vaso de la mano con un suave roce de nuestros dedos y una sonrisa traviesa. Dio un largo trago, y retiró la espuma de sus labios pasándose su lengua de terciopelo carmesí. Si hubiera tenido corazón, es probable que se me hubiera parado en ese instante.

Por suerte no era el caso. De ahí que un tipo como yo estuviera compartiendo su birra con una chica como ella. Sin corazón no puedes romperte. Le habrían hecho falta toneladas de ácido para corroer mi piel de metal. Pero eso a ella le gustaba. Buscar las grietas de mi armadura, clavar las uñas en los resquicios de mi pecho y hacer fuerza, no porque quisiera entrar, sólo por curiosidad de si aguantaría.

Aunque sé que eso le frustraba. Le mataba la indecisión de ver qué escondía dentro. Eso siempre se me ha dado demasiado bien, fingir que soy algo más. Reputación. Todo se basa en aparentar, es como una máscara que me pongo cada mañana para engañar al mundo. Como si estuviera en un programa de protección de testigos, me aterra la idea de que alguien pueda reconocerme y decir ‘’es débil’’. Como un Robert Capa adolescente.

A veces se frustra tanto que examina la cerradura en mi rostro. La acaricia con sus largos y fríos dedos, con sus uñas pintadas de sangre; a veces lo lame, rozando la brecha con sus labios, rozando los míos. Besándome con la suavidad de una mentira, con el timbre de una verdad a medias. Entonces siento derretirme. Siento el vacío en mi interior, y me dan ganas de dejarle entrar para que pueda comprobarlo, ‘’mira, estoy hueco, no hay nada; sólo buscabas una ilusión’’. Pero sé que hacerlo sería perderla. Y estoy demasiado acostumbrado al repiquetear de sus uñas en mi armadura.

A veces me pide la llave. Lo hace tan dulce. Tan suave. Finge lloriquear, con los ojos secos. Rebusca en mis bolsillos, en los agujeros en mi piel, en el hueco que hay entre mis palabras. No puede encontrarla. No pude porque no la tengo. Ya se la di. Cuando no miraba la dejé deslizar entre sus omoplatos, la dejé pegada en la piel caliente de su cintura, en el único sitio en el que yo sabía que nunca la iba a buscar. En ella.

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