El café se había quedado ya frío. Reposaba en una taza de
una blancura infinita. Un perfecto blanco inmaculado, de folio virgen, como una
de esas playas de Jávea que en lugar de arena están formadas por rocas blancas
apiladas unas sobre otras, gastadas por el sol intenso del verano y por la sal
de ese mar turquesa que las lame con suavidad y delicia.
La taza reposaba sobre una mesa de madera, negra. La taza
era blanca y estática, parecía encerrada en un bucle temporal de eterna pausa,
de impedido movimiento. El mundo alrededor de ella era violencia.
Había trozos de porcelana rota por todo el suelo. Secciones
enteras de la vajilla habían sido despertadas y lanzadas convirtiéndose así y
con un sonoro estallido en afiladas esquirlas que alfombraban las baldosas, las
sillas, el aire…
Los cubiertos habían volado también. Se apilaban bajo el
cajón roto de la encimera, donde antes dormitaban en la placidez de su
oscuridad.
Había charcos por el suelo de la cocina. Charcos que antes
eran botellas, vasos o tazas. Charcos de colores, charcos que recorrían el frío
suelo del piso y charcos que se adormecían plácidamente en la alfombra. También
había algunos rojos, destellantes, vivos incluso; gimiendo, aterrando su
entorno.
Las palabras sólo podían verse en el aire. Surcando el
etéreo ambiente, que si bien puede parecer que no son nada, a veces casi se
puede sentir con las yemas de los dedos cómo vuelan; cómo llenan tu entorno;
cómo impactan contra ti.
La mayoría venían de gritos. Más sonoras, más pesadas. Son
como plumas arrastrando un yunque, casi puedes oír cómo rechinan sus bordes
contra la piedra del suelo. Casi puedes notar el surco que dejan tras de sí en
el aire.
Gritos e insultos. O más bien gritos con forma de insultos.
Insultos gritados.
Volaban en ambas direcciones, a diferencia de los platos.
Por eso las paredes estaban tan enfadadas. Se miraban la una a la otra, frente
a frente, acusando la injusticia de cada muesca que hacía la porcelana contra
la piel de sólo una de ellas. La otra no podía hacer más que mirar cómo
ensuciaban y arañaban a su amiga, a esa hermana que aun nacida separada, era
como un espejo en el que mirarse.
No sólo las paredes sufrían. Si pudiera gritar, la lámpara
de araña que se balanceaba en el techo lo hubiera hecho cargada de dolor. Una
de sus bombillas había visto su cráneo reventado por el impacto de una tacita
de té. La culpa no era de la tacita, claro está. Ella había sido igualmente
entrometida en aquel torbellino de violencia sin su consentimiento. Sin
embargo, al ver cómo los pedazos de su pequeña caían al suelo, engordado ya de
cadáveres, la lámpara había perdido la compostura, y ahora se mecía de derecha
a izquierda presa de un dolor insoportable.
Y mientras todo esto sucedía en el piso, la taza permanecía
inmóvil, enfriando lentamente su café.
Nadie iba a bebérselo ya, así que podía hacer con él
lo que quisiera. Sin embargo la taza no iba a hacerle nada. El café y ella
habían pasado a ser ahora la misma cosa; única, estable, indivisible. Una
blanca taza de café.
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