domingo, 24 de diciembre de 2017

Tres mosqueteros


Chaquetas negras. Espaldas juntas, marcando un ritmo. Jaime se echa el pelo hacia atrás con un peine, y lo guarda en el bolsillo de su cazadora. Andrés deja que el flequillo le cubra los ojos con un movimiento de cabeza y un calo de su cigarro. Yo me aseguro de que estén bien levantados los cuellos de mi pesada chaqueta y caliento mi nariz dando a luz a un cigarro.

Tres. Tres mosqueteros. Sin más montura que nuestras suelas quemadas; sin más florete que nuestras garras; sin más honor que el que comparten los vagabundos.

Tres entramos en el bar. Tres asientos. Incontables cervezas. Las luces del techo nos iluminaban el camino a una epifanía que habría de surgir del alcohol en nuestros corazones. Filósofos en tronos de madera, juglares de gargantas espumosas, paladines del sentimiento de libertad. Niños. Al fin de cuentas, niños. De lengua afilada e hígados blindados, pero bajo el cuero de la chaqueta escondíamos una piel suave, como un lienzo en el que escribir nuestras aventuras a lomos de la Luna.

Nos sentíamos dioses de ese Olimpo de superficie gastada, arañada por el culo de nuestros vasos, cubierto por un bosque de botellines vacíos.

Ahora la mesa está vacía. Quemada por el fuego que un día encendimos. Y cuelgan nuestras capas en lo más oscuro del armario, los sombreros hace tiempo que los perdimos.

Nos despedimos dándonos la espalda, sin ceremonias, sin maldecir al destino. Alguno sangraba. Alguno lamía sus heridas, alguno echó un rápido vistazo hacia atrás mientras se alejaba. Garras rotas, pelos desordenados. No hubo sin embargo guillotina, pues ninguno quiso ofrecer su cabeza.

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