Chaquetas negras. Espaldas juntas, marcando un ritmo. Jaime
se echa el pelo hacia atrás con un peine, y lo guarda en el bolsillo de su
cazadora. Andrés deja que el flequillo le cubra los ojos con un movimiento de
cabeza y un calo de su cigarro. Yo me aseguro de que estén bien levantados los
cuellos de mi pesada chaqueta y caliento mi nariz dando a luz a un cigarro.
Tres. Tres mosqueteros. Sin más montura que nuestras suelas
quemadas; sin más florete que nuestras garras; sin más honor que el que
comparten los vagabundos.
Tres entramos en el bar. Tres asientos. Incontables
cervezas. Las luces del techo nos iluminaban el camino a una epifanía que
habría de surgir del alcohol en nuestros corazones. Filósofos en tronos de
madera, juglares de gargantas espumosas, paladines del sentimiento de libertad.
Niños. Al fin de cuentas, niños. De lengua afilada e hígados blindados, pero
bajo el cuero de la chaqueta escondíamos una piel suave, como un lienzo en el
que escribir nuestras aventuras a lomos de la Luna.
Nos sentíamos dioses de ese Olimpo de superficie gastada,
arañada por el culo de nuestros vasos, cubierto por un bosque de botellines
vacíos.
Ahora la mesa está vacía. Quemada por el fuego que un día
encendimos. Y cuelgan nuestras capas en lo más oscuro del armario, los
sombreros hace tiempo que los perdimos.
Nos despedimos dándonos la espalda, sin ceremonias, sin
maldecir al destino. Alguno sangraba. Alguno lamía sus heridas, alguno echó un
rápido vistazo hacia atrás mientras se alejaba. Garras rotas, pelos
desordenados. No hubo sin embargo guillotina, pues ninguno quiso ofrecer su
cabeza.
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