Lo cierto es que hay que admitir que mucho tuvo que ver la
gomina del pelo, pero principalmente fue la sonrisa. Ya te digo; ladeada al
estilo de James Dean, ese hombre parece vivir atrapado dentro de una foto en
blanco y negro, con sus camisas blancas y engominados tupés azabaches. Fue esa
sonrisa que tanto conocía la que vi dibujada en la sudadera granate con las
letras blancas. Arctic Monkeys. Monos del ártico, o traducido al castellano más
puro: Adolescentes Tocando Buena Música en un Garaje. A raíz de esa curvatura
labial tan rematadamente sexual me fijé en la portadora de aquel estandarte,
comenzando mi conversación con un: ‘’Pero…
¿Tú escuchas Arctic Monkeys?’’ Y
vaya si lo hacía. Comenzamos a hablar de discos, de anécdotas acaecidas bajo
sus canciones, a discutir las letras y sus posibles significados, y también por
supuesto de la línea maxilar perfecta del bueno de Alex.
Es cierto que poco tiene que ver el estilo que llevaba
antes, con esos pelos greñudos de cromañón pubértico enmarcando una carita
suave de niño británico quizá demasiado aficionado al fish and ch0ips y que ha comido poca carne roja, de ahí que las
extremidades le colgaran como fideíllos y sus piernitas fueran dos palos secos.
Ya fumaba por entonces, creo; sin embargo dominó ese arte bastante tiempo
después. Yo creo que ese tipo podría escribirnos una auténtica antología acerca
de cómo fumar con estilo; la paralela evolución de la nicotina con el Rock de
garaje.
Ahora en cambio ya no lleva sudaderas amplias, ni flequillo.
Le van las camisas lisas de manga corta y cuellos abiertos, en las que puede
lucir sus desarrollados bíceps y el escaso pelo en pecho típico de los
lechuguinos londinenses. De Sheffield en este caso, pero sigue siendo un
británico paliducho, lo siento. Tiene un rollo como a John Travolta en Saturday Night Fever, moviendo las
caderas igual, y rozando el marco de las puertas con la punta del tupé. Mola.
Demasiado como para considerarlo humano. Tengo la teoría de que este hombre
vino de otro planeta, como Superman. Pero en vez de perder el tiempo con los
calzoncillos por fuera (lo que dicho así estaría guay que hiciera), mi ídolo se
ha dedicado a hacernos el mejor rock que se puede encontrar en el panorama
actual. No podrías encontrar algo mejor ni con un mapa, todos los expertos en
la materia señalan el ártico como lugar de referencia. Igual comparte iglú con
Santa Claus. Así le hace la vida más fácil a la hora de conseguirme sus discos
por navidad.
Pero sólo se viste
así para actuar. Cuando no, se le puede ver pasear por el parque de alguna
ciudad gris y lluviosa, con cielo cubierto de nubes y el humo saliendo de los
vasos de café de plástico, llevando chupas de cuero negro y pantalones pitillo
embutidos en gruesas botas. Y eso sí que es tener rollo. EL rollo. Gafas de sol
aunque de verdad, no hay ni un pequeño rayo golpeando los cristales, cigarro en
la boca y un rizo saturado de gomina rebotando en su frente. Es verle y sentir
cómo supura el rock por su cuerpo. Si recogiéramos su sudor tras los conciertos
en los que vuela sobre el escenario, salta, grita hasta desgañitarse o funde
sus ojos para hacer la mirada más acerada y fascinante que la raza humana jamás
ha contemplado; si esas brillantes gotas de su ser fueran recogidas en un
frasquito, y vertidas dentro de una bebida, yo creo que estaríamos hablando de
la droga más dura hasta la fecha.
Por ese tío comencé a hablar con ella. Y no me arrepiento,
la verdad. Tiene sus cosas, como todo el mundo, pero aquella alocada chica de
la coleta y las gafas ciertamente logró cautivarme. Desde entonces no he
conseguido despegar su número de mi móvil, al igual que ella no ha conseguido
quitarme los chistes malos. Y es una relación realmente provechosa, casi
árctica. Yo le consigo un rollete, y ella me lo paga proporcionándome otro; y
mientras ella vive un Mardy Bum, yo
acabo desesperándome en un R U mine? Si
yo le proporciono un cigarrillo, ella se asegura de que siempre tenga uno en mi
boca, al igual que cálidos abrazos en las más frías mañanas del curso; que para
ser octubre hay que ver cómo muerden las cabronas. Si una alocada noche ella
desfasa más de lo que su blandito cuerpo le permite, me ocupo de meterla en la
cama y ponerle un cubo bien cerquita, por si le apetece echar fuego por la boca
en algún momento. Y si se da el caso de que yo realmente necesito salir
de una discoteca a rastras y amenazar a los coches con ponerme en medio, es
ella quien me coge del hombro y se asegura de que llego intacto al colchón, From the Ritz to the Rubble. Siempre
cuidamos el uno del otro. Como cuando ella se pone sus Dancing Shoes, y se siente obligada a meterse en cada pogo que ve,
dándose la feliz casualidad de que estoy cerca y los golpes me los llevo yo. En
cambio ella lee pacientemente todos los mensajes y Mad Sounds que ebrio y de madrugada le envío olvidando cualquier
tipo de hilo conductor entre uno y otro, y sobre todo la ortografía.
En definitiva, hacemos un dueto de lo más
variopatético, pero con un feliz abrazo al final. Y sobre todo me gustan las
tardes, en las que podemos sentarnos a charlar, reír, y discutir sobre lo
perfecta que es la sonrisa de Alex Turner.
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