sábado, 16 de junio de 2018


-Que se vaya la luz.

Y  la luz se fue. Puede que siempre hubiera querido irse. Le di un beso antes de que se fuera. Uno pequeñito, un beso de estrella atrapado en las paredes de una botella de vino donde vive un genio borracho. Un pequeño duende de orejas afiladas que siempre le echa la culpa al alcohol, al delirium tremens que su propia existencia le obliga a soportar.

-Que se cierren las ventanas.

Y todas y cada una de las hojas de papel que volaban por el cuarto cayeron muertas al suelo al dejar de correr la brisa, como un otoño de apuntes mojados con la lluvia azul del boli, una primavera escondida en bibliotecas y libros. Dejaron de agitar sus páginas los ordenadores e hibernaron al comienzo del verano, como osos desubicados.

-Que callen todos.

Y una a una las bocas se fueron cosiendo con hilos de seda roja. Los dientes se abrazaron en camas de marfil, con los colmillos enfundados en cálido cuero. Las lenguas notaban el crujir aterciopelado del paladar y se veían envueltas en bailes salvajes con la saliva. El único sabor que fue invitado al baile fue el que llevamos escrito dentro cada uno de nosotros y que a veces encaja con el que ofrecemos hacia afuera, cuando las sonrisas son reflejo del alma.

-Que empiece la música.

Y la mesa inició un lento compás aletargado, denso y pesado como los objetos que soportaba, tambores de madera. La alfombra dejó deslizar las notas como acordes de pelos sintéticos y agudos calcetines, la cama susurró el coro de las sábanas contra el bajo de la almohada.

-Y ahora, hazme el amor.

Y comenzamos a rodar en el infinito.

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